lunes, diciembre 26, 2005

· Musa traviesa (p)


¿Mi musa? Es un diablillo
con alas de ángel.
¡Ah, musilla traviesa,
qué vuelo trae!

Yo suelo, caballero
en sueños graves,
cabalgar horas luengas
sobre los aires.
Me entro en nubes rosadas
bajo a hondos mares,
y en los senos eternos
hago viajes.
Allí asisto a la inmensa
boda inefable,
y en los talleres huelgo
de la luz madre;
¡Y con ella es la oscura
vida, radiante,
y a mis ojos los antros
¡son, nidos de ángeles!
Al viajero del cielo,
¿Qué el mundo frágil?
Pues ¿no saben los hombres
qué encargo traen?
¡Rasgarse el bravo pecho,
vaciar su sangre,
y andar, andar heridos,
muy largo el valle,
roto el cuerpo en harapos,
los pies en carne,
hasta dar sonriendo
—¡No en tierra!— exánimes!
Y entonces sus talleres
la luz les abre,
y ven lo que yo veo:
¿Qué el mundo frágil?
Seres hay de montaña,
seres de valle,
y seres de pantanos
y lodazales.

De mis sueños desciendo,
volando vanse,
y en papel amarillo
cuento el viaje.
Contándolo me inunda
un gozo grave;
y cual si el monte alegre,
queriendo holgarse,
al alba enamorando
con voces ágiles,
sus hilillos sonoros
desanudarse,
y salpicando riscos,
labrando esmaltes,
refrescando sedientas
cálidas cauces,
echáralos risueños
por falda y valle;
así al alba del alma
regocijándose,
mi espíritu encendido
me echa a raudales
por las mejillas secas
lágrimas suaves.
Me siento cual si en magno
templo oficiase;
cual si mi alma por mirra
vertiese al aire;
cual si en mi hombro surgieran
fuerzas de Atlante,
cual si el sol en mi seno
la luz fraguase;
y estallo, hiervo, vibro;
¡alas me nacen!

Suavemente la puerta
del cuarto se abre,
y éntranse a él gozosos
luz, risas, aire.
Al par da el sol en mi alma
¡por la puerta se ha entrado
y en los cristales:
mi diablo ángel!
¿Qué fue de aquellos sueños,
de mi viaje,
del papel amarillo,
de llanto suave?
Cual si de mariposas,
tras gran combate,
volaran alas de oro
por tierra y aire,
así vuelan las hojas
do cuento el trance.
Hala acá el travesuelo
mi paño árabe;
allá monta en el lomo
de su incunable;
un carcax con mis plumas
fabrica y átase;
un sílex persiguiendo
vuelca un estante,
y ¡allá ruedan por tierra
versillos frágiles,
brumosos pensadores,
lópeos galanes!
de águilas diminutas
puéblase el aire:
¡Son las ideas, que ascienden,
rotas sus cárceles!

Del muro arranca, y cíñese,
indio plumaje:
aquella que me dieron
de oro brillante,
pluma, a marcar nacida
frentes infames,
de su caja de seda
saca, y la blande;
del sol a los requiebros
brilla el plumaje,
que baña en áureas tintas
su audaz semblante.
De ambos lados el rubio
cabello al aire,
a mi súbito viénese
a que lo abrace.
De beso en beso escala
mi mesa frágil;
¡Oh, Jacob, mariposa,
Ismaelillo, ¡árabe!
¿Qué ha de haber que me guste
como mirarle
de entre polvo de libros
surgir radiante,
y, en vez de acero, verle
de pluma armarse,
y buscar en mis brazos
tregua al combate?
Venga, venga. Ismaelillo:
¡La mesa asalte,
y por los anchos pliegues
del paño árabe
en rota vergonzosa
mis libros lance,
y siéntese magnífico
sobre el desastre,
y muéstrese sonriendo,
roto el encaje,
—¡Qué encaje no se rompe
en el combate!—
Su cuello, en que la risa
gruesa onda hace!
¡Venga, y por cauce nuevo
mi vida lance,
y a mis manos la vieja
péñola arranque,
y del vaso manchado
la tinta vacié!
¡Vaso puro de nácar:
dame a que harte
esta sed de pureza
los labios cánsame!
¿Son éstas que lo envuelven
carnes, o nácares?
La risa, como en taza
de ónice árabe,
en su incólume seno
bulle triunfante:
¡Hete aquí, hueso pálido,
vivo y durable!
¡Hijo soy de mi hijo!
¡Él me rehace!

¡Pudiera yo, hijo mío,
quebrando el Arte
Universal, muriendo,
mis años dándote,
envejecerte súbito,
la vida ahorrarte!
Mas no ¡que no verías
en horas graves
entrar el sol al alma
y a los cristales!
Hierva en tu seno puro
risa sonante;
rueden pliegues abajo
libros exangües;
sube, Jacob alegre,
la escala suave;
ven, y de beso en beso
mi mesa asaltes:
¡Pues ésa es mi musilla,
mi diablo ángel!
¡Ah, musilla traviesa,
qué vuelo trae!


JOSÉ MARTÍ

viernes, diciembre 16, 2005

· Apurrúñame (c)

Pa `yez kuit pell arc`han
Poan braz `meus em c`halon
Pa `nout ket amañ
Nellan `mui tennañ va alan
Re vraz eo ar vank
Pa `yez kuit pell arc`han

LA FAMILIA ISKARIOTE

Diccionario Bretón-Francés


viernes, diciembre 09, 2005

· La isla desconocida


Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara. Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza que, no teniendo en quién mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y tú qué quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado.

Sin embargo, en el caso del hombre que quería un barco, las cosas no ocurrieron así. Cuando la mujer de la limpieza le preguntó por el resquicio de la puerta, Y tú qué quieres, el hombre, en vez de pedir, como era la costumbre de todos, un título, una condecoración, o simplemente dinero, respondió. Quiero hablar con el rey, Ya sabes que el rey no puede venir, está en la puerta de los obsequios, respondió la mujer, Pues entonces ve y dile que no me iré de aquí hasta que él venga personalmente para saber lo que quiero, remató el hombre, y se tumbó todo lo largo que era en el rellano, tapándose con una manta porque hacía frío. Entrar y salir sólo pasándole por encima. Ahora, bien, esto suponía un enorme problema, si tenemos en consideración que, de acuerdo con la pragmática de las puertas, sólo se puede atender a un suplicante cada vez, de donde resulta que mientras haya alguien esperando una respuesta, ninguna otra persona podrá aproximarse para exponer sus necesidades o sus ambiciones. A primera vista, quien ganaba con este artículo del reglamento era el rey, puesto que al ser menos numerosa la gente que venía a incomodarlo con lamentos, más tiempo tenía, y más sosiego, para recibir, contemplar y guardar los obsequios. A segunda vista, sin embargo, el rey perdía, y mucho, porque las protestas públicas, al notarse que la respuesta tardaba más de lo que era justo, aumentaban gravemente el descontento social, lo que, a su vez, tenía inmediatas y negativas consecuencias en el flujo de obsequios. En el caso que estamos narrando, el resultado de la ponderación entre los beneficios y los perjuicios fue que el rey, al cabo de tres días, y en real persona, se acercó a la puerta de las peticiones, para saber lo que quería el entrometido que se había negado a encaminar el requerimiento por las pertinentes vías burocráticas. Abre la puerta, dijo el rey a la mujer de la limpieza, y ella preguntó, Toda o sólo un poco.

El rey dudó durante un instante, verdaderamente no le gustaba mucho exponerse a los aires de la calle, pero después reflexionó que parecería mal, aparte de ser indigno de su majestad, hablar con un súbdito a través de una rendija, como si le tuviese miedo, sobre todo asistiendo al coloquio la mujer de la limpieza, que luego iría por ahí diciendo Dios sabe qué, De par en par, ordenó. El hombre que quería un barco se levantó del suelo cuando comenzó a oír los ruidos de los cerrojos, enrolló la manta y se puso a esperar. Estas señales de que finalmente alguien atendería y que por tanto el lugar pronto quedaría desocupado, hicieron aproximarse a la puerta a unos cuantos aspirantes a la liberalidad del trono que andaban por allí, prontos para asaltar el puesto apenas quedase vacío. La inopinada aparición del rey (nunca una tal cosa había sucedido desde que usaba corona en la cabeza) causó una sorpresa desmedida, no sólo a los dichos candidatos, sino también entre la vecindad que, atraída por el alborozo repentino, se asomó a las ventanas de las casas, en el otro lado de la calle. La única persona que no se sorprendió fue el hombre que vino a pedir un barco. Calculaba él, y acertó en la previsión, que el rey, aunque tardase tres días, acabaría sintiendo la curiosidad de ver la cara de quien, nada más y nada menos, con notable atrevimiento, lo había mandado llamar. Dividido entre la curiosidad irreprimible y el desagrado de ver tantas personas juntas, el rey, con el peor de los modos, preguntó tres preguntas seguidas, Tú qué quieres, Por qué no dijiste lo que querías, Te crees que no tengo nada más que hacer, pero el hombre sólo respondió a la primera pregunta, Dame un barco, dijo. El asombro dejó al rey hasta tal punto desconcertado que la mujer de la limpieza se vio obligada a acercarle una silla de enea, la misma en que ella se sentaba cuando necesitaba trabajar con el hilo y la aguja, pues, además de la limpieza, tenía también la responsabilidad de algunas tareas menores de costura en el palacio, como zurcir las medias de los pajes. Mal sentado, porque la silla de enea era mucho más baja que el trono, el rey buscaba la mejor manera de acomodar las piernas, ora encogiéndolas, ora extendiéndolas para los lados, mientras el hombre que quería un barco esperaba con paciencia la pregunta que seguiría, Y tú para qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey preguntó cuando finalmente se dio por instalado con sufrible comodidad en la silla de la mujer de la limpieza, Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre. Qué isla desconocida, preguntó el rey, disimulando la risa, como si tuviese enfrente a un loco de atar, de los que tienen manías de navegaciones, a quien no sería bueno contrariar así de entrada, La isla desconocida, repitió el hombre, Hombre, ya no hay islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no hay islas desconocidas, Están todas en los mapas, En los mapas están sólo las islas conocidas, Y qué isla desconocida es esa que tú buscas, Si te lo pudiese decir, entonces no sería desconocida, A quién has oído hablar de ella, preguntó el rey, ahora más serio, A nadie, En ese caso, por qué te empeñas en decir que ella existe, Simplemente porque es imposible que no exista una isla desconocida, Y has venido aquí para pedirme un barco, Sí, vine aquí para pedirte un barco, Y tú quién eres para que yo te lo dé, Y tú quién eres para no dármelo, Soy el rey de este reino y los barcos del reino me pertenecen todos, Más les pertenecerás tú a ellos que ellos a ti, Qué quieres decir, preguntó el rey inquieto, Que tú sin ellos nada eres, y que ellos, sin ti, pueden navegar siempre, Bajo mis órdenes, con mis pilotos y mis marineros, No te pido marineros ni piloto, sólo te pido un barco, Y esa isla desconocida, si la encuentras, será para mí, A ti, rey, sólo te interesan las islas conocidas, (continuar leyendo)

JOSÉ SARAMAGO, 2001

El cuento original, O Conto da Ilha Desconhecida (portugués)

martes, diciembre 06, 2005

· Oh Capitán, mi Capitán (p)

Oh Capitán, mi Capitán:
nuestro azaroso viaje ha terminado.
Al fin venció la nave y el premio fue ganado.
Ya el puerto se halla próximo,ya se oye la campana
y ver se puede el pueblo que entre vítores,
con la mirada sigue la nao soberana.

Mas ¿no ves, corazón, oh corazón,
cómo los hilos rojos van rodando
sobre el puente en el cual mi Capitán
permanece extendido, helado y muerto?

Oh Capitán, mi Capitán:
levántate aguerrido y escucha cual te llaman
tropeles de campanas.
Por ti se izan banderas y los clarines claman.
Son para ti los ramos, las coronas, las cintas.

Por ti la multitud se arremolina,
por ti llora, por ti su alma llamea
y la mirada ansiosa, con verte, se recrea.

Oh Capitán, ¡mi Padre amado!
Voy mi brazo a poner sobre tu cuello.
Es sólo una ilusión que en este puente
te encuentres extendido, helado y muerto.

Mi padre no responde.
Sus labios no se mueven.
Está pálido, pálido. Casi sin pulso, inerte.
No puede ya animarle mi ansioso brazo fuerte.
Anclada está la nave: su ruta ha concluido.
Feliz entra en el puerto de vuelta de su viaje.
La nave ya ha vencido la furia del oleaje.
Oh playas, alegraos; sonad, claras campanas
en tanto que camino con paso triste, incierto,
por el puente do está mi Capitán
para siempre extendido, helado y muerto.

WALT WHITMAN

lunes, octubre 31, 2005

· Pueblo (p)


Pero ¿qué son las armas: qué pueden, quién ha dicho?
Signo de cobardía son: las armas mejores
aquellas que contienen el proyectil de hueso
son. Mírate las manos.

Las ametralladoras, los aeroplanos, pueblo:
todos los armamentos son nada colocados
delante de la terca bravura que resopla
en tu esqueleto fijo.

Porque un cañón no puede lo que pueden diez dedos:
porque le falta el fuego que en los brazos dispara
un corazón que viene distribuyendo chorros
hasta grabar un hombre.

Poco valen las armas que la sangre no nutre
ante un pueblo de pómulos noblemente dispuestos,
poco valen las armas: les falta voz y frente,
les sobra estruendo y humo.

Poco podrán las armas: les falta corazón.
Separarán de pronto dos cuerpos abrazados,
pero los cuatro brazos avanzarán buscándose
enamoradamente.

Arrasarán un hombre, desclavarán de un vientre
un niño todo lleno de porvenir y sombra,
pero, tras los pedazos y la explosión, la madre
seguirá siendo madre.

Pueblo, chorro que quieren cegar, estrangular,
y salta ante las armas más alto, más potente:
no te estrangularán porque les faltan dedos,
porque te basta sangre.

Las armas son un signo de impotencia: los hombres
se defienden y vencen con el hueso ante todo.
Mirad estas palabras donde me ahondo y dejo
fósforo emocionado.

Un hombre desarmado siempre es un firme bloque:
sabe que no es estéril su firmeza, y resiste.
Y los pueblos se salvan por la fuerza que sopla
desde todos sus muertos.

El hombre acecha (1938 - 1939), MIGUEL HERNÁNDEZ

martes, septiembre 20, 2005

· La Juerza d'un queré (p)



I
Jue´n la joya de las Torbiscas una siesta,
cuando´l sol achicharraba;
una sieta qu´entumía los sentios
el bochorno de la calda;
sin arrullos de las tórtolas
ni continos sonsonetes de chicharras,
sin triníos de cogutas
y sin roncos gurrapeos de las ranas;
una siesta pa dormía baj´un chopo,
paz´arriba, junt´al agua.

Tan siquiera
los oidos barruntaban,
con la zumba de los negros moscardones
y las negras telarañas,
chorrear los goterones derretios
de la pringue de las jaras.

En un claro de la joya las Torbiscas
está Blas, el de la Juana,
mesmamente, de cluquillas, currucao
al sombrajo d´unas matas,
con la boca mu abierta
y los ojos encendios como brasas.

Junt´a Blas están, cansinos y moörros,
los borregos que le jorman la piara,
y a la vera los borregos, dos mastines
con dos bocas que se páecen a dos fraguas
po su recio resoplá como los fuelles
y sus lenguas colorás como las llamas.

Blas recorta con cudiao
los canutos d´una caña,
porque Blas quiere jacé con los canutos
una flauta,
pa de noche, con la luna,
dir a dá su serenata
junt´al chozo donde duerme
Rosarillo, la zagala;
una moza con los ojos más oscuros
qu´una noche de borrasca,
más alegre que la risa
d´un regacho d´agua clara
y más güena que la Virgen de las Cruces,
la patrona de las fiestas de la Raza.

II
Con los pelos desgreñaos,
con los ojos escocíos po las lágrimas,
medio loca por el mieo,
revolando los jarones de las sayas,
trompezando, dando brincos, dando voces
que retumban en las sierras solitarias,
va corriendo pa la joya las Torbiscas
Rosarillo, la zagala,
y detrás de Rosarillo va la loba,
una loba echando babas,
con los ojos de carbuncos encendíos,
con el jopo entre las patas,
esgarrando a dentellás las chaparreras
po la juerte calentura de la rabia.

Naide acude de las sierras de l´umbria,
naide viene a socorrer a la zagala;
ya la probe, ni gañir pué tan siquiera
y s´ajoga bajo´l sol que l´achicharra.

Páecen muertas las laéras de los cerros,
y las joyas d´al reor, y las barrancas.
Páecen muertos los pastores, los zagales,
los mastines y los burros y las cabras.

Jacezando va corriendo, ya cansina,
con los pelos desgreñaos, la zagala,
y, trotando detrás d´ella va la loba
con el jopo entre las patas.
Va la loba ya mu cerca, va tan cerca
que l´alcanza...

Al prencipio resonó com´un jiguero
qu´en la joya las Torbiscas canturrara,
y endispués como los trinos d´una mirla
que dijera sus quereles junt´al agua.
Era Blas que ya jormó con los canutos
una flauta,
y soplaba pa jacé con sus soníos
una durce serenata
pa qu´al son se le durmiera po las noches
Rosarillo, la zagala.

Algo asín como la vida que viniera
po los aires con el toque d´una flauta;
algo asín como la lumbre d´un relampago
qu´en la noche las negruras esgarrara
luminando las majás a los perdíos
en metá de la montaña,
jue la música de Blas pa la chiquilla
tan a punto que la loba l´alcanzaba.

D´un tirón saltó una peña;
y, al roar por la barranca,
dio un chillio; dio´l chillio de las tórtolas
bajo´l vuelo de las águilas;
un chillio qu´en la joya las Torbiscas
resonó com´l clarín d´una batalla.

Blas sintió qu´aquel chillio
l´esgarraba las entrañas,
y notó que de sus deos s´escurrían
poco a poco los canutos de su flauta.
Blas la vido, Blas la vido como loca
revolcase entre las zarzas,
y era ella, ¡era ella!,
Rosarillo, la zagala,
la que Blas tanto queria dende nuevo
sin icirle una palabra.

Lo mesmito qu´un jabato corralao
po los perros, entre medio de las jaras;
lo mesmito que la trompa d´un torrente
corre blas pa la barranca
donde viene ya la loba
con el jopo entre las patas.
Blas miró pa Rosarillo, de reojo,
y tiró por la navaja,
y se jue com´un alano pa la loba
qu´en un risco l´aguardaba.

Reguñendo como perros ajotaos
dieron güertas al reó de la retama,
y endispués de cada güerta
s´encogían, s´aplastaban,
se miraban con los ojos encendios
como puntas de carbuncos jechos ascuas.

Eran dos lobos iguales en la juerza;
eran dos juerzas iguales en la rabia.

A la par s´abalanzaron dambos juntos,
s´estrujaron, s´enrearon con tal gana,
qu´escupíos, y mordíos y abrazaos
se jundieron entre medio d´unas zarzas.

Sólo Dios que dende arriba ve las cosas
que suceden en las sierras solitarias,
sólo Dios vido la riña cuerpo a cuerpo,
sólo Dios vido la lucha tan extraña
de la juerza de la rabia d´una loba
con la juerza del queré d´una zagala.

Ya no hay mieo, ya no hay mieo, la he matao,
dijo Blas cuando salió d´entre las zarzas,
esgarraos los carzones,
jecha cisco la zamarra,
jecho un charco po la sangre
que del pecho y la caëza le manaba.
ya no hay mieo, ya no hay mieo de la loba
la maté con mi navaja.

Ella vino despacito, sollozando,
s´arrimó sin dá la cara;
con la punta del mandil, jecho jirones,
premcipió a secá sus lágrimas.

- Eres juerte dijo entonces Rosarillo -.
¡Gracias!, ¡gracias!:
eres juerte y eres güeno
como el Cristo de las Aguas. -

Con la juerza d´un queré jondo, nu jondo,
que s´ajoga dentro´l alma,
Rosarillo de repente, le dió un beso,
el primero qu´ella daba,
que tamién a Blas quería dende nueva
sin icirle una palabra.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Blas reía, se reía lleno e sangre
con la risa d´un regacho d´agua clara.

III
En las noches del verano,
en las durces noches claras,
cuando tiemblan las estrellas
entre medio d´una luna´zul y branca,
y s´escuchan a lo lejos los cantares
de los grillos y las ranas,
algo asín com´un jilguero
qu´en la joya las Torbiscas canturrara,
algo asín como los trinos d´una mirla
que dijera sus quereles junt´l agua,
se barrunta dende arriba de las sierras,
entre medio de los brezos y las jaras.

Es que Blas junt´a la choza donde duerme
Rosarillo, la zagala,
toca siempre, toás las noches,
los canutos de su flauta,
porque ice que se sueña su Rosario
toás las noches con la loba de la rabia,
y se duerme mu tranquila, poco a poco,
con el son d´aquella flauta;
y dormía se le rie, se le rie
con la risa d´un regacho d´agua clara.


LUIS CHAMIZO

lunes, septiembre 12, 2005

· Cuentos tan cortos

...tan cortos como suspiros,
como el inicio de un gesto,
como la insinuación de una sonrisa,
como el primer instante de un sueño.

Seré breve.
Breve como las palabras no pronunciadas,
como las miradas de entendimiento entre dos cómplices,
como la caricia de ánimo
o el beso en la mejilla.
Breve como los cuentos que caben en una mano
o los que desaparecen en la segunda hoja.


JOSÉ MANUEL FERNÁNDEZ ARGÜELLES



Reposo


Los mil gestos producidos dentro de una larga convivencia explican, en silencio, mudas palabras de amor. Y es que el cuerpo, en su movimiento torpe, pesado y soso, continuamente dice lo que le pasa y siente. Por eso, a veces, cuando acostados apoyo mi brazo en tu cadera, en cansado gesto, no busco el inicio del juego de la pasión, sino que procuro el reposo de mi derrota en tu cuerpo tranquilo y ajeno de conflictos.


Hacia abajo

La abrazó desde atrás por la cintura, y ella no opuso resistencia, más a contrario, cogió las manos del hombre y empujó de ellas hacia abajo.


El Don Juan

La besó muchas veces esperando una respuesta que no logró. Después usó cientos de palabras, ya hermosas, ya desgarradas, invocando un amor sublime, mas nada consiguió tampoco. Por fin, la miró con enorme ternura, pero ella continuó ignorando todas sus artes. Derrotado, el conquistador se fue triste. Y cuando ya había comenzado a olvidarla, pero aún la frustración le dolía, descubrió que lo que de verdad había amado en ella era su silencio, y eso lo había obtenido. Dio así por bien empleada la aventura y la olvidó del todo.


Sentidos

Tengo para ti el tacto húmedo del recorrido que una lágrima deja sobre la piel. Te he guardado el casi inaudible sonido que provoca el roce de los labios. Mi regalo será el sabor indefinible del sudor que emana de la piel en contacto con tu boca. Te daré también la imagen de una sonrisa feliz que te engañe un poco. Finalmente, el olor humano de mi cuerpo te indicará que existo.


La risa

Había decidido morirse, pero una risa lo había salvado. Estaba intentando, con verdaderos esfuerzos, encaramarse a lo alto de la verja del viaducto de los suicidas, cuando oyó tras de sí la voz infantil, que decía: "¡Mira el hombre ese en postura tan tonta!". Y después las risas. También la suya.


La moneda perdida

Perdí una hermosa y pequeña moneda de oro, o quizás no fue así. Lo cierto es que el colgante donde estaba prendida la pieza dorada desapareció de la hebilla de mi pantalón. Su valor no era escaso, pero me dolía más la pérdida, si es que fue eso, por el significado familiar que poseía. Recuerdo vivamente cuando mi difunto abuelo me la regaló, que dijo:
-Esta moneda estará contigo hasta el día que yo vuelva para recogerla.


Si me dejas

-Moriré si me dejas -dijo ella.
El hombre sonrió y la besó, al tiempo que se apartaba un poco, dando por concluido el acto que habían realizado hasta ese preciso instante. Pero no había acabado él de separar del todo su cuerpo del de ella, cuando la oyó decir:
-¡No! Te dije que me muero si me dejas.


Encerrado

Con frenética impaciencia empujó el picaporte, pero no logró abrir la puerta de la habitación cerrada. Golpeó, ya fuera de sí, la dura madera maciza, y por fin, del otro lado, alguien dijo:
-Nadie puede abrirte. Todos estamos atrapados. Tú ahí y nosotros del otro lado.



JOSÉ MANUEL FERNÁNDEZ ARGÜELLES


· El otro yo

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo qué hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Éste no dijo nada, pero a la mañama siguiente se habia suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el proposito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando.Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.


MARIO BENEDETTI

jueves, septiembre 08, 2005

· Materia (p)

Convertir la palabra en la materia
donde lo que quisiéramos decir no pueda
penetrar más allá
de lo que la materia nos diría
si a ella, como un vientre,
delicado aplicásemos,
desnudo, blanco vientre,
delicado el oído para oír
el mar, el indistinto
rumor del mar, que más allá de ti,
el no nombrado amor, te engendra siempre.

JOSÉ ÁNGEL VALENTE

· Noche Primera (p)


Empuja el corazón,quiébralo,
ciégalo,
hasta que nazca en él
el poderoso vacío
de lo que nunca podrás nombrar.

Sé, al menos,
su inminencia
y quebrantado hueso
de su proximidad.

Que se haga noche. (Piedra,
nocturna piedra sola.)

Alza entonces la súplica:
que la palabra sea sólo verdad.


JOSÉ ÁNGEL VALENTE

martes, agosto 30, 2005

· Ojalá (c)

Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan,
para que no las puedas convertir en cristal.
Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo.

Ojalá que la luna pueda salir sin ti.
Ojalá que la tierra no te bese los pasos.
Ojalá se te acabe la mirada constante,
la palabra precisa, la sonrisa perfecta.

Ojalá pase algo que te borre de pronto,
una luz cegadora, un disparo de nieve.
Ojalá por lo menos que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre.

En todos los segundos, en todas las visiones.
Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones.
Ojalá que la aurora, no dé gritos que caigan en mi espalda.
Ojalá que tu nombre, se le olvide a esa voz.

Ojalá las paredes no retengan tu ruido de camino cansado.
Ojalá que el deseo se vaya tras de ti,
a tu viejo gobierno de difuntos y flores.

Ojalá se te acabe la mirada constante,
la palabra precisa, la sonrisa perfecta.
Ojalá pase algo que te borre de pronto,
una luz cegadora, un disparo de nieve.

Ojalá por lo menos que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre
En todos los segundos, en todas las visiones.
Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones.

SILVIO RODRÍGUEZ




miércoles, agosto 24, 2005

· No perdamos el tiempo (P)


Si el mar es infinito y tiene redes,
si su música sale de la ola,
si el alba es roja y el ocaso verde,
si la selva es lujuria y la luna caricia,
si la rosa se abre y perfuma la casa,
si la niña se ríe y perfuma la vida,
si el amor va y me besa y me deja temblando
¿Qué importancia tiene todo eso,
mientras haya en mi barrio una mesa sin patas,
un niño sin zapatos o un contable tosiendo,
un banquete de cáscaras,
un concierto de perros,
una ópera de sarna?
Debemos inquietarnos por curar las simientes,
por vendar corazones y escribir el poema
que a todos nos contagie.
Y crear esa frase que abrace todo el mundo;
los poetas debiéramos arrancar las espadas,
inventar más colores y escribir padrenuestros.
Ir dejando las risas en la boca del túnel
y no decir lo íntimo, sino cantar al corro;
no cantar a la luna, no cantar a la novia,
no escribir unas décimas, no fabricar sonetos.
Debemos, pues sabemos, gritar al poderoso,
gritar eso que digo, que hay bastantes viviendo
debajo de las latas con lo puesto y aullando
y madres que a sus hijos no peinan a diario,
y padres que madrugan y no van al teatro.
Adornar al humilde poniéndole en el hombro nuestro verso;
cantar al que no canta y ayudarle es lo sano.
Asediar usurcros y con rara paciencia convencerles sin asco.
Trillar en la labranza, bajar a alguna mina;
ser buzo una semana, visitar los asilos,
las cárceles, las ruinas; jugar con los párvulos,
danzar en las leproserías
Poetas, no perdamos el tiempo, trabajemos,
que al corazón le llega poca sangre.

GLORIA FUERTES

martes, agosto 23, 2005

· Los ojos verdes

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este
título.
Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes
en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé
si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales
ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se
resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano.
De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para
hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que
pintaré algún día.











I
-Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la
sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han
flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros
acaban... en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero. ¡por
San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los
perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los
corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la
fuente de los álamos; y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas,
el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con
nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto
que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el
más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las
carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como
una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los
matorrales de una trocha que conducía a la fuente.
-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-; estaba de Dios que
había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles
dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta,
Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se
pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué
haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi
mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el
fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines
de lobos?
-Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Y por qué?
-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los
Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El
que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá
salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza
alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero
reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa,
pieza perdida.
-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero
perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese
ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de
cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí...
las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o
te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la
fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!,
¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!, si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes
de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán.
Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza;
después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían
inmóviles y consternados.
El montero exclamó al final:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies
de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no
sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante,
que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

II
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede?
Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente
de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha
encanijado con sus hechizos.
Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de
vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os
persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la
espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche
oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera
los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más
os quieren?
Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto en sus ideas, sacaba
maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al
resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su
servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo,
que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes
excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has
encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en
hito.
-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña...
Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en
mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás
a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para
mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto
al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste,
después de coordinar sus ideas prosiguió así:
-Desde el día en que a pesar de tus funestas predicciones llegué a la
fuente de los Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra
superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una
peña, y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de
las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al
desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un
instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando, con un ruido
semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por
entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se
oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y
corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el
lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares,
yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado sólo y febril
sobre el peñasco, a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para
estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento
de la tarde.
Todo es allí grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive
en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las
plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del
agua, parecen que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que
reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.
Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al
monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no;
iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una
locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar
en su fondo una cosa extraña... muy extraña...; los ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez
una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices
parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía;
una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de
encontrar una persona con unos ojos como aquellos.
En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es
verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde
encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta
las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación.
Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y
entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto... sí;
porque los ojos de aquella mujer eran los que yo tenía clavados en la mente;
unos ojos de un color imposible; unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e
incorporándose de un salto en su asiento.
Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que
iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres,
al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu,
trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color.
Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente de los
Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito
de haber encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por
las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un
servidor que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo
el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que
puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola
mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que
temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla,
mientras exclamó con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del cielo!

III
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un
día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los
servidores que conducen tu litera. Rompe una vez el misterioso velo en que te
envuelves como en una noche, profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré
tuyo, tuyo siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a
grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la
niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a
envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a
desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba
temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa
amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno
de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo,
como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas
rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para
pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil,
doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los
juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza-;
¿querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo
quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus
pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y
fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebató de
amor:
-Si lo fueses... te amaría... te amaría, como te amo ahora, como es mi
destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una
música-: yo te amo más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un
mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la
tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo
vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente,
hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa
turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como a un mortal
superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de
comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su
fantástica hermosura, atraído como por una fuente desconocida, se
aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes
prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y
verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de
esmeraldas y corales... y yo... yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad
que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie... Ven,
la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino... las
ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los
álamos sus himnos de amor; ven... ven...
La noche comenzaba a extender sus sombras, la luna rielaba en la
superficie del lago, la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes
brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las
aguas infectas... Ven... ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de
Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa le llamaba al borde del
abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un beso...
Fernando dio un paso hacia ella... otro... y sintió unos brazos delgados y
flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios
ardorosos, un beso de nieve... y vaciló... y perdió pie, y calló al agua con un
rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y
sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en
las orillas.


Leyendas - GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

viernes, agosto 12, 2005

· El perro cojo

Con la pata coja colgando, despojo de una pedrada, pasó el perro por mi lado.

Un perro de pobre casta, uno de esos, callejero, pobre de sangre y de estampa, que nacen en los rincones de perras tristes y flacas, condenados a comer basura de plaza en plaza, que de pequeños, por lo fino y ágil de la infancia, baloncitos de peluche, tibios bolones de nácar los acurrucan, los miman, los sacan al sol, les cantan... de mayores, conque ya se les fue la gracia, los dejan a su ventura, mendigos de casa en casa sus hambres por los rincones y su sed sobre las charcas...

¡Y qué tristes ojos tienen! , ¡Qué recóndita mirada!, como si en ella pusieran su dolor a media asta... y se mueren, de tristeza, a la sombra de una tapia si es que un lazo no les da una muerte anticipada.

Yo lo llamo: - ven, no te hago nada- todo hociquito curioso, toda sed, hambre, nostalgia.

El perro escucha mi voz, olfatea mis palabras, como esperando o temiendo, pan, caricias o pedradas, no en vano lleva marcado un mal recuerdo en la pata.

Lo llamo otra vez: - ven aquí, no te hago nada -, dócil a medias, avanza, moviendo el rabo con miedo y las orejitas gachas... - ven aquí, no te hago nada- eso es... ¡adiós a la desconfianza!, que ya se tiende a mis pies, a tiernos aullidos habla,

Ladra, para hablar más fuerte, salta, gira, gira, salta, canta, ríen, ríen cantan, lengua, orejas, ojos, patas y el rabo es un incansable abanico de palabras... -¿ que piedra te dejó cojo?, ¡malhaya, malhaya!... el perro me entiende, sabe que maldigo la pedrada, esa pedrada dura que le destrozó la pata y con el rabo me está agradeciendo la lástima.

-No te preocupes, que no ha de faltarte nada, yo también soy callejero, diente de distintas plazas y a patita coja voy, de jornada en jornada, las piedras que me tiraron, me dejaron coja el alma... vamos pues perrito, ¡anda que te anda!, tú por tus calles oscuras, yo, por las mías calladas, tú la pedrada en el cuerpo, yo, en el alma... y si te mueres, yo te enterraré en mi casa, bajo un letrero que diga: - aquí yace, un amigo de mi infancia- y en el cielo de los perros, pan tierno y carne mechada, te regalará San Roque, una muleta de plata-... Compañero, si los hay, amigo, dónde los haya, mi perro y yo por el mundo, pan pobre, rica compañía.

Era joven y era viejo, por más que yo lo cuidaba, el tiempo malo pasado lo fue dejando sin alma, fueron muchas hambres juntas, mucho peso para sus tres patas.

Una mañana, en el huerto, debajo de mi ventana, lo encontré, tendido, frío, como una piedra mojada, como duro musgo el pelo con el rocío brillaba, ya estaba mi pobre perro muerto de las cuatro patas y hacia el cielo de los perros, se fue, anda que te anda, las orejas de relente y el hociquito de escarcha... Portero y dueño del cielo, San Roque en la puerta estaba, ortopédico de mimos, cirujano de palabras, bien surtido de recambios con que curar viejas taras: -para ti tu rabo de oro, a ti tu ojo de ámbar, a ti las orejitas de nieve, tú, tu colmillo de nácar, tú... y mi perro le reía, tú, tu muleta de plata... Ahora sé, por que está la noche agujereada, luceros, estrellas, no, no, es mi perro que cuando anda, con la muleta va haciendo, agujeritos de plata...


MANUEL BENÍTEZ CARRASCO (GRANADA)

miércoles, junio 15, 2005

· Prefacio

El artista es creador de belleza.

Revelar el arte y ocultar al artista es la meta del arte.

El crítico es quien puede traducir de manera distinta o con nuevos materiales su impresión de la belleza. La forma más elevada de la crítica, y también la más rastrera, es una modalidad de autobiografía.

Quienes descubren significados ruines en cosas hermosas están corrompidos sin ser elegantes, lo que es un defecto. Quienes encuentran significados bellos en cosas hermosas son espíritus cultivados. Para ellos hay esperanza.

Son los elegidos, y en su caso las cosas hermosas sólo significan belleza.

No existen libros morales o inmorales.

Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo.

La aversión del siglo por el realismo es la rabia de Calibán al verse la cara en el espejo.

La aversión del siglo por el romanticismo es la rabia de Calibán al no verse la cara en un espejo.

La vida moral del hombre forma parte de los temas del artista, pero la moralidad del arte consiste en hacer un uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Incluso las cosas que son verdad se pueden probar.

El artista no tiene preferencias morales. Una preferencia moral en un artista es un imperdonable amaneramiento de estilo.

Ningún artista es morboso. El artista está capacitado para expresarlo todo.

Pensamiento y lenguaje son, para el artista, los instrumentos de su arte.

El vicio y la virtud son los materiales del artista. Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el arte del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, el modelo es el talento del actor.

Todo arte es a la vez superficie y símbolo.

Quienes profundizan, sin contentarse con la superficie, se exponen a las consecuencias.

Quienes penetran en el símbolo se exponen a las consecuencias.

Lo que en realidad refleja el arte es al espectador y no la vida.

La diversidad de opiniones sobre una obra de arte muestra que esa obra es nueva, compleja y que está viva. Cuando los críticos disienten, el artista está de acuerdo consigo mismo.

A un hombre le podemos perdonar que haga algo útil siempre que no lo admire. La única excusa para hacer una cosa inútil es admirarla infinitamente.

Todo arte es completamente inútil.



El retrato de Dorian Gray - OSCAR WILDE


miércoles, mayo 11, 2005

· Ser lo peor...

EDGAR:

Ser lo peor, lo más bajo y humillado de la suerte,
es tener una esperanza, vivir sin miedo.
El cambio doloroso es la caída;
de lo peor se va al júbilo. Con que, bienvenido,
aire inmaterial que ahora abrazo.
El desdichado al que empujaste a lo peor
no debe nada a tus ráfagas.

El Rey Lear, SHAKESPEARE

viernes, mayo 06, 2005

· Robbie

‑‑Noventa y ocho... noventa y nueve... ¡cien! ‑Gloria retiró su mórbido antebrazo de delante de los ojos y permaneció un momento parpadeando al sol. Después, tratando de mirar en todas direcciones a la vez, avanzó cautelosamente algunos pasos, apartándose del árbol contra el que se apoyaba.
Estiró el cuello, estudiando las posibilidades de unos matorrales que había a la derecha y se alejó unos pasos para tener mejor punto de vista
La calma era absoluta, a excepción del zumbido de los insectos y el gorjear de algún pájaro que afrontaba el sol de mediodía.
‑‑Apostaría a que se ha metido en casa, y le he dicho mil veces que esto no es leal ‑se quejó.
Avanzando los labios con un mohín y arrugando el entrecejo, se dirigió decididamente hacia el edificio de dos pisos del otro lado del camino.
Demasiado tarde oyó un crujido detrás de ella, seguido del claro "clump‑clump" de los pies metálicos de Robbie. Se volvió rápidamente para ver a su triunfante compañero salir de su escondrijo y echó a correr hacia el árbol a toda velocidad. Gloria chilló, desalentada.
‑‑¡Espera, Robbie! ¡Esto no es leal, Robbie! ¡Prometiste no salir hasta que te hubiese encontrado! ‑Sus diminutos pies no podían seguir las gigantescas zancadas de Robbie. Entonces, a tres metros de la meta, el paso de Robbie se redujo a un mero arrastrarse y Gloria, haciendo un esfuerzo final por alcanzarlo, echó a correr jadeante y llegó a tocar la corteza del árbol la primera.
Orgullosa, se volvió hacia el leal Robbie y con la más baja ingratitud, le recompensó su sacrificio mofándose de su incapacidad para correr.
‑‑¡Robbie no puede correr! ‑gritaba con toda la fuerza de su voz de ocho años‑. ¡Lo gano cada día! ¡Lo gano cada día! ‑cantaban las palabras con un ritmo infantil.
Robbie no contestó, desde luego... con palabras. Echó a correr, esquivando a Gloria cuando la niña estaba a punto de alcanzarlo, obligándola a describir círculos que iban estrechándose, con los brazos extendidos azotando el aire.
‑‑¡Robbie... estáte quieto! ‑gritaba. Y su risa salía estridente, acompañando las palabras.
Hasta que Robbie se volvió súbitamente y la agarró, haciéndole dar vueltas en el aire, de manera que durante un momento para ella el universo fue un vacío azulado y los verdes árboles que se elevaban del suelo hacia la bóveda celeste. Y después se encontró de nuevo sobre la hierba, al lado de la pierna de Robbie y agarrada todavía a un duro dedo de metal.
Al poco rato recobró la respiración. Trató inútilmente de arreglar su alborotado cabello con un gesto de vaga imitación de su madre y miró si su vestido se había desgarrado.
Golpeó con la mano la espalda de Robbie.
‑‑¡Mal muchacho! ¡Malo, malo! ¡Te pegaré!
Y Robbie se inclinaba, cubriéndose el rostro con las manos, de manera que ella tuvo que añadir: ‑‑¡No, no, Robbie! ¡No te pegaré!
Pero ahora me toca a mí esconderme, porque tienes las piernas más largas y me prometiste no correr hasta que te encontrase.
Robbie asintió con la cabeza ‑pequeño paralelepípedo de bordes y ángulos redondeados, sujeto a otro paralelepípedo más grande, que servía de torso, por medio de un corto cuello flexible‑ y obedientemente se puso de cara al árbol. Una delgada película de metal bajó sobre sus ojos relucientes y del interior de su cuerpo salió un acompasado tic‑tac.
‑‑Y ahora no mires, ni te saltes ningún número ‑le advirtió Gloria, mientras corría a esconderse.
Con invariable regularidad fueron transcurriendo los segundos, y al llegar a cien se levantaron los párpados y los ojos colorados de Robbie inspeccionaron los alrededores. Al instante se fijaron en un trozo de tela de color que salía de detrás de una roca. Avanzó algunos pasos y se convenció de que era Gloria.
Lentamente, manteniéndose entre Gloria y el árbol‑meta, avanzó hacia el escondrijo, y, cuando Gloria estuvo plenamente a la vista y no pudo dudar de haber sido descubierta, tendió un brazo hacia ella, y se golpeó con el otro la pierna, produciendo un ruido metálico. Gloria salió, contrariada.
‑‑¡Has mirado! ‑exclamó con neta deslealtad‑. Además, estoy cansada de jugar al escondite. Quiero que me lleves a paseo.
Pero Robbie estaba ofendido de la injusta acusación, y, sentándose cautelosamente, movió la cabeza contrariado de un lado a otro.
Gloria cambió de tono, adoptando una gentil zalamería.
‑‑Vamos, Robbie, no lo he dicho en serio, que mirases. Llévame a paseo.
Pero Robbie no era tan fácil de conquistar. Miró fijamente al cielo y siguió moviendo negativamente la cabeza, obstinado.
‑‑¡Por favor, Robbie, llévame a paseo! ‑Rodeó su cuello con sus rosados brazos y estrechó su presa. Después cambiando repentinamente de humor, se apartó de él‑. Si no me das un paseo, voy a llorar. ‑Y su rostro hizo una mueca, dispuesta a cumplir su amenaza... (Seguir leyendo)

ISAAC ASIMOV (Yo, robot)

miércoles, mayo 04, 2005

· De sabio, poeta y loco (P)

Algo de sabio, de poeta, de loco
y de músico, de amigo, de idiota
de amante, de miedo, de compatriota,
de niño, tengo de todos un poco.

De loco, sobre todo de locura,
los corazones sanos se doctoran
porque sólo los locos se enamoran,
guarda luto apenado la cordura.

De sabio, sólo sé que no sé nada
callando la sabiduría elijo
solo los necios la creen encontrada.

De poeta, en su letra busco cobijo
que de poesía mi alma esta poblada
sueño el sueño que de ella soy hijo.

JAVIER LÓPEZ-AYALA HUERTAS



martes, abril 26, 2005

· Autobio

Nací a muy temprana edad.
Dejé de ser analfabeta a los tres años,
virgen, a los dieciocho,
mártir, a los cincuenta.

Aprendí a montar en bicicleta,
cuando no me llegaban
los pies a los pedales,
a besar, cuando no me llegaban
los pechos a la boca.
Muy pronto conseguí la madurez.

En el colegio,
la primera en Urbanidad,
Historia Sagrada y Declamación.]
Ni Álgebra ni la sor Maripili me iban.
Me echaron.
Nací sin una peseta. Ahora,
después de cincuenta años de trabajar,
tengo dos.

GLORIA FUERTES

· La resucitó

-No me gusta cuando callas, quizás, porque, razón no le falta al poeta, estás como ausente. A pesar de la cercanía ya veo el mundo que quieres que nos separe. Y no me importa. Te quiero e iré donde tu vayas. No soporto la idea de volver a una vida sin ti, sin tu sonrisa, sin tus besos. ¿Ves cómo no me gusta cuando callas?. Porque este silencio que ahora nos envuelve rompe todos los años vividos. Todo un pasado que queda hecho trizas delante de tus ojos y de mis lágrimas. Ya no te conozco, es cierto. Y sin embargo, yo sigo siendo el mismo. El de entonces, el chico tímido, que asustado, no paraba de hablar. Y se le enredaban las palabras porque su corazón iba más rápido. Y tú, aquella mujer segura, de larga cabellera negra, de gruesos labios. De mirada inquietante que disfrutaba viendo en apuros a este enamorado. Aquella que divertida, me dijo sí quiero tras preguntar en un café, una tarde de domingo. Aquella, que divertida, rió poco después, cuando del sobresalto, se me cayó la bebida encima. Siempre fui, por ti, bombeando al doscientos por cien y siempre pensé que iba despacio.

-Hoy, sin embargo, noto rápidos los latidos. Apenas treinta o cuarenta pulsaciones por minuto. Latir, lo que se dice latir, laten. Respirar, lo que se dice respirar, respiro. Vivir, lo que se dice vivir, vivo por compromiso.

-No quiero una rutina de prestado. Una cama grande y fría donde perderme. Porque no quiero perderme sino es sobre tu cuerpo desnudo. Porque no quiero oír, como ahora oigo, el eco sordo de mis pasos.

-Te quiero. Te lo repetiré cuantas veces hagan falta. E iré donde vayas y si es muerto, como quieres verme, muerto estaré en breve, porque la vida sin ti se me antoja eterna. Porque las losas que te cubren sean también mis losas. Porque en este cementerio pase una eternidad a tu lado.

Apenas quedaba luz así que no perdió más tiempo. Desenfundó con presteza el puñal. Antes se había asegurado de que el camposanto estaba vacío de vivos. Alzó el brazo hoja en mano. Apretó los dientes y dejó caer con decisión el puño. Pasaron infinidad de imágenes por su mente. Cerró los ojos. . Uno, dos… Segundos que se antojaban eternos. Tres, cuatro…

De repente, una mano le detuvo. Abrió los ojos.
-¡No!.... ¡No!.
Su corazón aceleró el ritmo cardíaco... 100, 115, ¡130 pulsaciones!.
Su cuerpo tembló. La mirada de aquel ser traspasó su alma. Su brazo, duro, gélido, inmovilizó el movimiento de la muñeca. No podía gritar. Su garganta había enmudecido de terror.
- ¿Crees acaso que tu muerte es la solución?, le preguntó aquella criatura. Cogió su puñal y cerrando sus manos lo redujo a cenizas.
Ante él, un ángel de piedra esperaba pacientemente su respuesta. Uno de aquellos ángeles que decoraban algunas de las tumbas que por allí se encontraban.
Edmundo tardó un par de minutos en contestar. El miedo bloqueaba su cerebro.
- Sin ella… no se vivir, respondió por fin
- Yo no quiero verte muerto, contestó una voz.
- ¡María!. ¡María!. ¿Dónde estás?.
- Estoy aquí, amor mío.
Una repentina brisa agitó las copas de los árboles de alrededor.
- ¡María!. Te escucho y sin embargo no puedo verte.
- Sí que puedes. No estoy muerta del todo.
- ¿Qué quieres decir?.
- Busca en tu interior, sabes que es verdad. Estoy a tu lado más que antes, amor mío. El oxígeno que consumes soy yo. El aire frío que sientes en las mañanas de invierno, soy yo. El agua que bebes, soy yo también. He vuelto a la tierra, cariño. Ésta es la verdadera resurrección.
- Pero…pero
- Cuando morís, continuó el ángel, os convertís en polvo, eso es cierto. Esas diminutas partículas se funden con la tierra y cobran mayor o menor fuerza dependiendo de cuanto hayáis amado.
- ¿Cómo?
- Por eso, la furia desatada de la naturaleza, no es ni más ni menos que el odio. El rencor y la soberbia de todos aquellos que no supieron o quisieron amar.
- La tierra es un planeta vivo, cariño.
- ¿Quieres decir, María, que cuando yo muera, dependiendo de lo que haya amado, puedo influir positiva o negativamente?
- Exacto Edmundo. Te pido, por favor, que sigas amando. Que no hagas lo que ibas a hacer. Porque yo sigo presente, bajo otra forma, pero presente, siempre a tu lado. Preserva y cuida, engrandece el amor que nos une. Cuando fallezcas, entonces, todo ese amor que has sentido, todo ese amor que has dado, se transformará en lluvia frente a la sequía, en oxígeno y luz para las plantas. En frutos que darán los campos.
- Compréndelo Edmundo, le dijo el ángel. Por cada persona que ame, la naturaleza seguirá su ciclo natural.
Pensativo. Meditabundo. Oyó cantar al ruiseñor fuera de los muros. Estaba escuchando la vida.
-¿Merece la pena?, preguntó a los árboles.
Al instante el cielo se ennegreció y despertó una formidable tormenta con brillantes relámpagos. Uno de ellos dio en una lápida contigua a donde ellos estaban. La partió en dos.
- Ahí tienes tu respuesta Edmundo. He aquí el lamento de aquellos que no lo hicieron. Ama, amigo mío. Ama y resucitarás de tu propio dolor. De tu propia muerte. Somos pura energía, acuérdate. Y esa energía no se destruye, sólo se transforma.
Edmundo miró hacia arriba por un momento. Cuando bajó la vista, el ángel había desaparecido. Miró alrededor. Nada. Fue corriendo hasta la tumba donde se encontraba su mujer. Se agachó. Tocó el nombre dorado escrito sobre el mármol y con las yemas de sus dedos trazó un Te amo. Cesaron los truenos. Seguiría viviendo, está bien. Porque ahora la sentiría a su lado, como siempre, tan cerca, como de costumbre.
Siguió sonriendo mientras un médico le inyectaba el tranquilizante. Ahora tenía una excusa para no volverse loco.

_________________
Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo

KAMAWOOKIE

lunes, abril 25, 2005

· Rebuzna Roma (P)



Oooh La Canción del Burro Pandero
Rebuzna Roma
y las ilusiones perdidas son las ilusiones hozadas.
Los rebuznos de las campanas urbi et orbe
son la base de las virtudes.
El Gran Mono Contrahecho
rebuzna siempre
y beatifica sin ton ton ton
ni son son son
repicando las caireles:
mientras no se da todo
no se da nada.
El hombre es dichoso
porque sabe que es infeliz
está sodomizado por la g.de d.
y sabe que la felicidad como la fe
es mejor imaginarla.

(Un tal) ACULLÁ

domingo, abril 24, 2005

· Amor constante más allá de la muerte (P)

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevaré el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

Mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido:

Su cuerpo dejará no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrán sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado

FRANCISCO DE QUEVEDO
.

martes, abril 19, 2005

· El vampiro, Señor de la noche y de las sombras


Era un calabozo húmedo y frío, Lord Vinhelm sabía que en esa parte del castillo lo encontraría. Descendió uno a uno los peldaños de la derruida escalera de caracol que lo llevaría a la cripta secreta de la familia. Él era el único sobreviviente del grupo que atacó el castillo en la mañana. Sus compañeros habían muerto en la pelea con los guardias, los siervos de la bestia a la que venían a destruir.
Estaba solo.
El miedo recorrió todo su cuerpo. —¡Maldita sea!— exclamó. No había razón para temer, sabía dónde se ocultaba el monstruoso ser y lo destruiría, sólo era cuestión de llegar lo más rápido posible. Lord Vinhelm sacó el reloj de su bolsillo, lo consultó y suspiró; habían tardado mucho en la pelea y la bestia despertaría en poco tiempo.
Al bajar el último peldaño avanzó cautelosamente por el pasillo que lo llevaría a su presa. Abrió la bolsa que tenía a su costado y se colocó en el cuello una corona de ajos, tomó el martillo y la estaca preparándose para enfrentar a su destino, pero lo único que le daba seguridad era saber que el crucifijo de plata de su familia descansaba sobre su pecho.
La puerta de entrada a la cripta era vieja y tenía la cara de un dragón, el símbolo del amo. La empujó y entró.
Se extrañó de encontrar iluminada la estancia: una gran bóveda con candelabros colgando del techo, con cuadros que representaban a los antiguos nobles que habitaron el castillo, varias mesas llenas de pociones y libreros repletos de tomos antiguos de magia negra. Lord Vinhelm respiró con dificultad. En el otro extremo de la habitación vio una puerta, seguramente al otro lado dormía su enemigo.
El cuarto que estaba detrás de la puerta era húmedo y frío. Lord Vinhelm no veía nada, pero luego de un momento sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y vio a la bestia. Estaba despierto, elegantemente vestido y con una sonrisa burlona lo miraba fijamente.
—Has llegado más lejos de lo que creí.
—¡Tus días han llegado a su fin!— gritó Lord Vinhelm.
—En realidad, no sé cómo vas a lograrlo.
—Hundiré la estaca en tu pecho, luego cortaré tu cabeza y sacaré tu corazón para quemarlo.
—Excelente idea..., si me hubieras encontrado dormido.
El repulsivo ser se acercaba mirándolo fijamente, Lord Vinhelm retrocedió horrorizado. Todavía no se ponía el sol, ¿por qué estaba despierto?
—¿Sorprendido? No todos los de mi especie somos de hábitos nocturnos.
—Pero, los libros...— tartamudeó Lord Vinhelm.
—Cuentos para asustar a los niños, Vinhelm.
El martillo y la estaca resbalaron de sus manos temblorosas. Tomó de su pecho el crucifijo de plata de sus antepasados, su única arma contra la bestia. Lo extendió con firmeza ante él.
Vinhelm —dijo el vampiro con calma—, realmente es una pena que hayas recorrido tanto camino para saber que a un budista no le interesa tu dios cristiano y que además... me gusta el ajo.
Lord Vinhelm, el gran cazador, descubrió, demasiado tarde, que no conocía nada de la naturaleza del vampiro y que ahora él se había convertido en su presa.


El vampiro..., la bestia..., el que no debe ser nombrado..., el cazador. Un personaje enigmático y agradable al que todos adoramos, tememos y, finalmente, queremos destruir, ¿con una estaca?, ¿una daga de plata?, ¿un símbolo religioso? Sería muy engreído de nuestra parte exigirle al vampiro que comulgue con nuestra fe para destruirlo con un crucifijo. Finalmente, él tiene todo el derecho de ser budista, sintoísta, judío, musulmán o, simplemente, ateo.

RAMÓN LÓPEZ VALDEÑA

· Me Caigo Y Me Levanto


Nadie puede dudar de que las cosas recaen. Un señor se enferma, y de golpe un miércoles recae. Un lápiz en la mesa recae seguido. Las mujeres, como recaen. Teóricamente a nada o a nadie se le ocurría recaer pero lo mismo está sujeto, sobre todo porque recae sin conciencia, recae como si nunca antes. Un jazmín, para dar un ejemplo perfumado. A esa blancura, ¿de dónde le viene su penosa amistad con el amarillo? El mero permanecer ya es recaída: el jazmín, entonces. Y no hablamos de las palabras, esas recayentes deplorables, ni de los buñuelos fríos, que son la recaída clavada.

Contra lo que pasa se impone pacientemente la rehabilitación. En lo mas recaído hay siempre algo que pugna por rehabilitarse, en el hongo pisoteado, en el reloj sin cuerda, en los poemas de Pérez, en Pérez. Todo recayente tiene ya en si a un rehabilitante pero el problema, para nosotros los que pensamos nuestra vida, es confuso y casi infinito. Un caracol segrega y una nube aspira; seguramente recaerán, pero una compensación ajena a ellos los rehabilita, los hace treparse poco a poco a lo mejor de sí mismos antes de la recaída inevitable. Pero nosotros, tía, ¿cómo haremos, cómo nos daremos cuenta de que hemos recaído
si por la mañana estamos tan bien, tan café con leche, y no podemos medir hasta dónde hemos recaído en el sueño o en la ducha? Y si sospechamos lo recayente de nuestro estado, ¿cómo nos rehabilitaremos? Hay quienes recaen al llegar a la cima de una montaña, al terminar su obra maestra, al afeitarse sin un solo tajito; no toda recaída va de arriba a abajo, porque arriba y abajo no quieren decir gran cosa cuando ya no se sabe dónde se está. Probablemente Ícaro creía tocar el cielo cuando se hundió en el mar epónico, y Dios te libre de una zambullida tan mal preparada. Tía, ¿como nos rehabilitaremos?

Hay quien ha sostenido que la rehabilitación sólo es posible alterándose, pero olvidó que toda recaída es una desalteración, una vuelta al barro de la culpa. En efecto, somos lo más que somos porque nos alteramos, salimos del barro en busca de la felicidad y la conciencia y los pies limpios. Un recayente es entonces un desalterante, de donde se sigue que nadie se rehabilita sin alterarse. Pretender la rehabilitación alterándose
es una triste redundancia: nuestra condición es la recaída y la desalteración, y a mi me parece que un recayente debería rehabilitarse de otra manera, que por lo demás ignoro. No solamente ignoro eso sino que jamás he sabido en qué momento mi tía o yo recaemos. ¿Cómo rehabilitarnos, entonces, si a lo mejor no hemos recaído todavía y la rehabilitación nos encuentra ya rehabilitados? Tía, ¿no será ésa la respuesta, ahora que lo pienso?

Hagamos una cosa: usted se rehabilita y yo la observo. Varios días seguidos, digamos una rehabilitación continua, usted está todo el tiempo rehabilitándose y yo la observo. O al revés, si prefiere, pero a mi me gustaría que empezara usted, porque soy modesto y buen observador. De esa manera, si yo recaigo en los intervalos de mi rehabilitación, mientras que usted no le da tiempo a la recaída y se rehabilita
como en un cine continuado, al cabo de poco nuestra diferencia será enorme, usted estará tan por encima que dará gusto. Entonces, yo sabré que el sistema ha funcionado y empezaré a rehabilitarme furiosamente, pondré el despertador a las tres de la mañana, suspenderé mi vida conyugal y las demás recaídas que conozco para que sólo queden las que no conozco, y a lo mejor poco a poco un día estaremos otra
vez juntos, tía, y será tan hermoso decir: "Ahora nos vamos al centro y nos compramos un helado, el mío todo de frutilla y el de usted con chocolate y un bizcochito”.

JULIO CORTÁZAR

domingo, abril 17, 2005

· Dejemos las cosas claras...

Dejemos las cosas claras. En este país ruin e insolidario, y en lo que a mí se refiere, las banderitas e himnos nacionales, regionales y locales, los villancicos navideños, las salves marineras y rocieras, las jotas a la Pilarica o a San Apapucio, los pasos de Semana Santa y la ola en los estadios cuando juega la selección tal o la cual, se los pueden guardar algunos donde les alivien. Cuando políticos, generales, obispos, financieros y presidentes futboleros, entre otros, agitan desaforadamente trapos, crucifijos, folklore, camisetas o lo que sea, en vez de heroísmo, patrias, dignidades, espiritualidades, tradiciones y cosas así, lo que yo veo es a millones de infelices manipulados desde hace siglos por aquellos que diseñan las banderas y los símbolos, utilizándolos para llevarse al personal a la cama. Lo que no es incompatible –acabo de escribir una novela sobre eso– con la ternura y respeto que siento por los desgraciados que lucharon, sufrieron y palmaron por una fe, por un deber o porque no tenían más remedio. Pero entre quienes se benefician de ello, no veo distinción entre derechas, izquierdas, nacionalistas o mediopensionistas. En sus manos pecadoras, tan sucia es la bandera que agitan como la ausencia de la que niegan. Bicolor, tricolor, multicolor, technicolor o cinemascope. Lo mismo si la izan que si la descuartizan.

Extraído de: "Aquí no sirve ni muere nadie" (Patente de corso)

ARTURO PÉREZ-REVERTE El Semanal 16 de enero de 2005



martes, abril 12, 2005

· Hilos (P)

A tras horas pienso con hilos
que mueven el viento a baile
y encienden cenizas que a siglos
perecieron como animales,
y fundía la parca presencia
del movimiento en la estancia
recordándonos la esencia
de un beso sin importancia.

Gota a gota, en insitencia, las horas se carcomían unas a otras las uñas, repelían a sus hijos menudos y menudeaban como locas gritando y ansiando los compases más plenos de vestigios acarminados. Las esferas volaban como pizcas de agua en el ambiente, caducas como el otoño y las estrellas, y como bancos de peces marcaban el compás de una bonita sintonía, el tempo de una mariposa que desplega las alas por primera vez y el ritmo de un hilado encuentro.

Cosiendo las marañas con las respiraciones,
el vidrio a los chasquidos de los labios
y bebiendo de cuencos trovados a tientas.

Moliendo a nudo y tierra las fracciones
y el tiempo con el sueño a ambos lados
apoyando las espaldas en las piedras.

Y dejar que una ola que muere
nos descubra desde abajo
que a burbujas nos erice
piel que revive en las manos.

Soledad de a dos, que nos llega
y piensa estar con nosotros,
con el rostro detrás de una vela
y la mirada en el vaho de sus ojos.

Lleno de ella, desfallacerme y caerme del sueño en lo más intenso de su vientre, donde un tacto es de hielo y quema, donde un beso es de fuego y hiela. Volviendo a nacer hombre y hacerla desfallacer junto a mí, con cascadas de hielo y métricas que plantan caminos de fuego, por los que llegar a la cima del ansiado deseo, donde quedarnos totalmente desnudos, a la par de las nubes y con la luna a centímetros de nuestras pestañas.

Y dejar caer el ovillo, agarrando el hilo con los dedos...
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Hilos... -Quayle- HDS

sábado, abril 09, 2005

· La cancerbera del museo

. . .

Museo arqueológico de Madrid, a media mañana. Acabas de echarle un vistazo a la estupenda exposición sobre el faraón Tutmosis III y te dispones a dar una vuelta por las salas del museo. Delante de ti camina una pareja de jóvenes con buen aspecto: diecinueve o veinte años, barbita y gafas él, morena y guapa ella, con el catálogo de Tutmosis bajo el brazo. Hasta el más obtuso comprende que son estudiantes. Ya los viste antes, en la cámara funeraria y frente a las piezas expuestas. Salta a la vista que su visita no se debe a obligaciones académicas, sino a que les apetece estar allí. Se los ve muy interesados. A fin de cuentas, el catálogo que han comprado entre los dos –los viste compartir el gasto– vale 25 euros. Un esfuerzo. Para dos estudiantes jovencitos, una pasta.

Caminas detrás, observándolos. Lo de Tutmosis es gratuito, pero visitar el museo cuesta tres mortadelos. Uno y medio si eres estudiante. Los dos jóvenes se dirigen a la mesa de la taquilla, donde la funcionaria los recibe con inexplicable hosquedad. Es una individua cincuentona, pelo teñido de color caoba, ligeramente entrada en carnes. Su rostro poco agraciado se avinagra con una rancia mala leche. El chico saca un carnet universitario, de facultad, con su foto, y la chica un carnet de biblioteca, de facultad –que no lleva foto–, y su documento nacional de identidad. La taquillera apenas mira lo que exhibe la chica. «Eso no me vale», dice desabrida, con tono malhumorado, insultante. Los chicos se miran entre sí. «Disculpe –dice la chica con mucha corrección– pero he perdido el carnet de la facultad. Como verá, el nombre del carnet de la biblioteca corresponde con el de mi Deneí.» La taquillera la mira de arriba abajo, despectiva. Muy despectiva. Tal vez ello se deba, piensas, a que la chica es guapilla y educada. Por algún oscuro motivo, esa educación y la calma con la que habla parecen irritar a la taquillera. «¿Y cómo sé yo que eres estudiante?», pregunta, aviesa. La chica le muestra otra vez el carnet de la biblioteca. «Porque si se fija en el carnet –dice– verá que pone: Biblioteca de la Facultad de Geografía e Historia, y nunca me lo habrían dado si yo no estuviera matriculada allí.» La taquillera mira al chico de las gafas, que asiente con la cabeza. Mira el catálogo de Tutmosis que la chica lleva bajo el brazo. Comprueba, como lo has comprobado tú mismo y todo el que anda cerca, que los dos tienen un aspecto de estudiantes inequívoco. Comprueba de nuevo el carnet de facultad, el de la biblioteca, el de identidad. Y después, con una mueca antipática y triunfal, niega y casi escupe: «A mí eso no me vale».

Los chicos se la quedan mirando. Tú te la quedas mirando. Algún otro visitante se la queda mirando. La individua, además, no ha dicho que al museo no le vale. No. Ha dicho a mí no me vale. O sea, a ella. A la guardiana de la puerta del Saber, puesta allí por la superioridad para impedir que nadie indigno la franquee, y que ningún jovencito de los millones que a diario visitan el museo arqueológico de Madrid, en estos tiempos en que la juventud está ávida de cultura, se pase de listo. Con la funcionaria modelo habéis dado, chavales. Aquí estamos yo y mis ovarios. Cuidadín. Nadie entrará que no sea geómetra.

Entonces tú mismo, que estás allí cerca, te dispones a meter mano al bolsillo y decirle a la pájara aquella algo así como vale, no se preocupe, ahí tiene su puerco euro y medio de diferencia, yo lo pago. Deje a esos chicos en paz, estúpida. Aunque no tuvieran carnet de nada, qué diablos. Parece mentira que, en vez de facilitar las cosas y aplaudir que, en los tiempos que corren, dos jovencitos vengan por su cuenta al museo, y hasta hagan el esfuerzo económico de comprarse el catálogo, salga ahora una funcionaria rácana, maldita sea su sangre, a ponerles pegas con ese estilo bajuno y miserable, pagando con ellos sus frustraciones, su mala fe y su mala índole. Cuántas ilusiones de jóvenes como éstos no ahogará, cada día, la gente como usted con su dejadez, con su incompetencia, con su mala baba. Cacho perra. Estás a punto de decir todo eso, cuando la chica se encoge de hombros, pone tres euros sobre la mesa, y mira a la taquillera como si mirase lo que a veces uno pisa en la calle. «Gracias», dice al recibir el ticket, clavándole los ojos. Y luego, mientras la taquillera aparta la mirada, la chica le da la espalda y se va con su amigo, camino de las salas del museo. Como una señora.

ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal | 28 de noviembre de 2004

viernes, abril 08, 2005

· Isla Ignorada (P)

.
Soy como esa isla que ignorada
Late acunada por árboles jugosos
-en el centro de un mar
que no me entiende,
rodeada de NADA,
sola solo-.
Hay aves en mi isla relucientes
Y pintadas por ángeles pintores,
Hay fieras que me miran dulcemente,
Y venenosas flores.
Hay arroyos poetas
Y voces interiores
De volcanes dormidos.

Quizá haya algún tesoro
Muy dentro de mi entraña.
¡Quién sabe si yo tengo
diamante en mi montaña,
o tan sólo un pequeño pedazo de carbón!
Los árboles del bosque de mi isla
Sois vosotros, mis versos.
¡Qué bien sonáis a veces
si el gran músico viento
os toca cuando viene del mar que me rodea

A esta isla que soy, si alguien llega,
Que se encuentre con algo es mi deseo
-manantiales de versos encendidos
y cascadas de paz es lo que tengo-.
Un nombre que me sube por el alma
Y no quiere que llore mis secretos;
Y soy tierra feliz -que tengo el arte
De ser dichosa y pobre al mismo tiempo-.
Para mí es un placer ser ignorada,
Isla ignorada del océano eterno.
En el centro del mundo sin un libro,
SÉ TODO, porque vino un misionero
Y me dejó una Cruz para la vida
-para la muerte me dejó un misterio-.

GLORIA FUERTES, Isla Ignorada, 1999

· La niña del pelo corto

Se diría que aquella singular trinchera no se la regalaba nadie, sino que la conquistaba palmo a palmo


.

Además de los perros, me gustan los críos pequeños. Me refiero a los de cuatro, cinco años, o así. Apurando mucho, llego hasta los de siete u ocho. A partir de ahí empiezan a parecerse demasiado a los adultos en que tarde o temprano se convertirán. Deberíamos liquidarlos a esa edad, dice un amigo mío que no destaca por su filantropía. Herodes vio la jugada: habría que despacharlos cuando carecen de currículum y aún no son estúpidos, malvados o peligrosos. Antes de que se desgracien y nos desgracien a todos. Antes de que dejen de ser deliciosos animalitos para convertirse en basura y azote del mundo. Eso es lo que dice mi amigo, que es algo drástico. Yo no llego a ese extremo, pero denme tiempo. Es verdad que a veces me pregunto para qué crecerán. Para qué diablos crecemos.

El caso es que me gusta observar a los críos. Son fascinantes. Como los adultos somos imbéciles, creemos que funcionan sin ton ni son, en plan majareta; pero en realidad actúan y razonan según una lógica rigurosísima de la que sólo ellos poseen la clave. Son metódicos e implacables como un filósofo alemán. Cuando asistes a una discusión entre un niño pequeño y un adulto, al fin descubres, aterrado, que el más consecuente y lúcido siempre es el niño. A veces te miran con una fijeza tan extraordinaria, escrutándote los adentros, que terminas enrojeciendo, inseguro y confuso. Son jueces implacables y honrados; por eso resultan tan tiernos en sus afectos, tan crueles en sus combates, tan cabales en sus sanciones. Son lo que los adultos deberíamos ser un día, o siempre, y al cabo dejamos de ser y ya nunca somos.

Ayer me detuve ante la verja de un colegio infantil. El griterío se oía desde el otro lado de la calle. Era la hora del recreo, y correteaban por el patio los zagales, con sus babis los más pequeños y sus jerséis de pico los mayores. Estuve un rato viéndolos alborotar en corros, reír, pasarse la pelota. Siempre me fijo más en los niños que van por libre; los que juegan solos o vagan a su aire. Me quedo mirando al que camina marcando muy serio el paso militar, como si desfilara, al que desliza pensativo la mano por los barrotes de la reja, a la niña que habla sola mientras hace extraños gestos con las manos, al que corre emitiendo indescifrables sonidos con la boca, al que salta pisando el suelo como si aplastara cosas que sólo él puede ver, y me pregunto qué tendrán en ese momento en la cabeza, a qué ensueño mental, a qué pirueta de su imaginación prodigiosa corresponden aquellas actitudes exteriores que para nosotros, adultos razonables que encerramos en manicomios a quienes hacen eso mismo con unos cuantos años más, constituyen un misterio.

En aquel patio de recreo vi a la niña. Debía de tener cinco o seis años, llevaba el pelo muy corto y estaba sentada en un peldaño de la escalera con un libro ilustrado abierto sobre la falda. Leía con una concentración extraordinaria, ajena al griterío del patio, pasando las páginas enrocada en aquel rincón del mundo, en el refugio que el libro le proporcionaba. No leía con expresión plácida, sino obstinada; baja la cabeza, como si el esfuerzo de mantener a raya el bullicio circundante no fuera fácil. Se diría que aquella singular trinchera no se la regalaba nadie, sino que la conquistaba palmo a palmo, a golpe de voluntad. Enternecedoramente pequeña, sola y orgullosa, con su jersey de pico verde, su falda de cuadros escoceses y sus calcetines arrugados. Deliberadamente ajena a todo. Ella y su libro.

Fue entonces cuando levantó la vista y me vio al otro lado de la verja. Sonreí como un Hermano de la Costa le sonríe a otro, cómplice; pero la niña me miró suspicaz, sin devolver la sonrisa, y comprendí cómo ella realmente me veía: adulto, extraño, intruso, inoportuno. Aquella francotiradora diminuta, deduje, no necesitaba mi presencia, ni mi sonrisa de aliento; estaba lejos de mí y de todos nosotros, en el mundo creado por las páginas de aquel libro y por sus particulares ensueños. Construía un espacio propio, íntimo, en el que mi sonrisa y yo estábamos de más. Así lo demostró bajando de nuevo la vista, ignorándome con el resto del universo hostil que ese libro mantenía a raya página tras página. Y mientras me apartaba con sigiloso respeto de la verja, pensé: Herodes se equivocó. Quizá ella se salve un día. Tal vez esa niña solitaria y tenaz nos haga mejores de lo que somos.

ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal | 3 de abril de 2005

jueves, abril 07, 2005

* La guerrera del arco iris *

.
Conozco a una niña, o jovencita, de doce años, muy sensibilizada con la cosa ecológica. Aire libre, deporte, piel morena, piernas largas: muy prometedora en todos los sentidos. Lee mucho, ve buenas películas en el cine y en la tele, y poco a poco ha adquirido la convicción de que el planeta ya no sólo nunca volverá a ser azul sino que se está yendo a tomar por saco a toda prisa y de muy mala manera. Eso la pone en pie de guerra, y dice que los mayores estamos haciendo con la naturaleza lo que esos tutores malvados de las novelas de Dickens: gastarse la herencia del huerfanito. Así que mi joven amiga, relampagueando en sus hermosos ojos oscuros la cólera de Dios, pone el grito en el cielo cada vez que asiste a nuestros desmanes de adultos.

Es inteligente, dulce y pacífica. Tímida, a veces. Pero la he visto saltar con la decisión de un kamikaze, indignada y valerosa, cuando alguien maltrata a un animal delante de ella. No hay chucho callejero, gato sarnoso, urraca ladrona, molesta lagartija o bestezuela indeterminada para la que no tenga una caricia, una palabra de ternura, un pensamiento. Ya con sólo cuatro años, ante un enorme mastín al que nadie se atrevía a acercarse, fue hasta él con absoluta naturalidad y le metió el brazo en la boca, hasta el codo, dándole besos, y el pobre animal tuvo que quedarse allí mirándola, avergonzado, sin saber qué hacer, con cara de panoli, con su reputación de perro adusto y feroz completamente por los suelos. Y la única vez en su vida que la han visto permanecer inmóvil ante la pantalla de un televisor durante una corrida de toros fue el año pasado, en los últimos tres minutos de la inmensa faena de Enrique Ponce en la plaza de Quito, porque su abuelo le dijo que acababan de indultar al toro.

En cuanto a los abrigos de pieles y ese tipo de cosas, su desprecio por las usuarias raya en lo homicida. Daría su propia vida por un bebé foca. Y sobre las ballenas, para qué les voy a contar. Lee mucho, desde Stevenson a London, pasando por Salgan, Dumas, Marryat o Ballantyne, pero sus padres nunca imaginaron que fuera capaz de calzarse la versión completa de Moby Dick, como hizo a finales del año pasado, y además manifestándose todo el tiempo contra el capitán Achab y los tripulantes del Pequod -ante cuyo naufragio y óbito colectivo no pestañeó- y en favor del blanco y resabiado cetáceo. Que no asesina, matizó, sino que se defiende.

Podría contarles más cosas, pero no me caben. Resumiremos diciendo que cada planta, árbol o maceta que se seca, es para ella una batalla perdida; que la contaminación de las playas la pone furiosa; que se recicla sus sobres y papel de cartas con un raro artilugio de la señorita Pepis y luego lo pone a secar por toda la casa; que se niega a usar ropa de etiquetas famosas y pide que sean marca La Pava; y que los chicos de su cole -Séptimo de EGB- se enamoran de ella como becerros porque es al mismo tiempo dura y tierna, y lo tiene todo muy claro. Es mucha persona.

Pero lucha sola, precoz y a su manera, en un mundo donde la solidaridad resulta escasa, y necesaria. Así que un día, hace poco, sus padres le sugirieron que se pusiera en contacto con una organización ecologista, como por ejemplo su admirada Greenpace, a fin de que aprendiese más cosas, que ensanchara el horizonte en contacto con otra gente que sigue el mismo camino y tiene más experiencia. Acogió con entusiasmo la propuesta, y escribió una larga, hermosa y lúcida carta llena de ilusión, ofreciéndose para cualquier cosa, pidiendo consejo, información sobre aquello en lo que podía ser útil. Durante un mes acechó cada día el correo. Y por fin llegó la respuesta: un sobre con impresos para la domiciliación bancaria de una cuota anual entre 5.000 y 10.000 pesetas, y otro impreso pidiéndole que buscara más socios entre sus amigos. Nada más. Ni siquiera una explicación, una carta personal, o una palabra de aliento.

Las reflexiones morales y económicas del asunto, sobre cómo un genuino movimiento de resistencia ecologista puede degenerar en frío mecanismo burocrático a la búsqueda de pasta, incapaz de calibrar los sentimientos y la ilusión de una admiradora de doce años, las dejo para cada cual. Me cuentan que el padre de la jovencita ha escrito una breve carta a Greenpeace, sugiriéndoles lo que pueden hacer con el boletín de suscripción, una vez lo hayan enrollado bien hasta convertirlo en un canuto de dimensiones apropiadas. En cuanto a la pequeña guerrera del arco iris, según mis noticias, sigue luchando sola. No se rinde, pero acaba de aprender una lección: más vale solo que mal acompañado.

Arturo Pérez-Reverte

El Semanal

04 de febrero de 1996