martes, abril 26, 2005

· Autobio

Nací a muy temprana edad.
Dejé de ser analfabeta a los tres años,
virgen, a los dieciocho,
mártir, a los cincuenta.

Aprendí a montar en bicicleta,
cuando no me llegaban
los pies a los pedales,
a besar, cuando no me llegaban
los pechos a la boca.
Muy pronto conseguí la madurez.

En el colegio,
la primera en Urbanidad,
Historia Sagrada y Declamación.]
Ni Álgebra ni la sor Maripili me iban.
Me echaron.
Nací sin una peseta. Ahora,
después de cincuenta años de trabajar,
tengo dos.

GLORIA FUERTES

· La resucitó

-No me gusta cuando callas, quizás, porque, razón no le falta al poeta, estás como ausente. A pesar de la cercanía ya veo el mundo que quieres que nos separe. Y no me importa. Te quiero e iré donde tu vayas. No soporto la idea de volver a una vida sin ti, sin tu sonrisa, sin tus besos. ¿Ves cómo no me gusta cuando callas?. Porque este silencio que ahora nos envuelve rompe todos los años vividos. Todo un pasado que queda hecho trizas delante de tus ojos y de mis lágrimas. Ya no te conozco, es cierto. Y sin embargo, yo sigo siendo el mismo. El de entonces, el chico tímido, que asustado, no paraba de hablar. Y se le enredaban las palabras porque su corazón iba más rápido. Y tú, aquella mujer segura, de larga cabellera negra, de gruesos labios. De mirada inquietante que disfrutaba viendo en apuros a este enamorado. Aquella que divertida, me dijo sí quiero tras preguntar en un café, una tarde de domingo. Aquella, que divertida, rió poco después, cuando del sobresalto, se me cayó la bebida encima. Siempre fui, por ti, bombeando al doscientos por cien y siempre pensé que iba despacio.

-Hoy, sin embargo, noto rápidos los latidos. Apenas treinta o cuarenta pulsaciones por minuto. Latir, lo que se dice latir, laten. Respirar, lo que se dice respirar, respiro. Vivir, lo que se dice vivir, vivo por compromiso.

-No quiero una rutina de prestado. Una cama grande y fría donde perderme. Porque no quiero perderme sino es sobre tu cuerpo desnudo. Porque no quiero oír, como ahora oigo, el eco sordo de mis pasos.

-Te quiero. Te lo repetiré cuantas veces hagan falta. E iré donde vayas y si es muerto, como quieres verme, muerto estaré en breve, porque la vida sin ti se me antoja eterna. Porque las losas que te cubren sean también mis losas. Porque en este cementerio pase una eternidad a tu lado.

Apenas quedaba luz así que no perdió más tiempo. Desenfundó con presteza el puñal. Antes se había asegurado de que el camposanto estaba vacío de vivos. Alzó el brazo hoja en mano. Apretó los dientes y dejó caer con decisión el puño. Pasaron infinidad de imágenes por su mente. Cerró los ojos. . Uno, dos… Segundos que se antojaban eternos. Tres, cuatro…

De repente, una mano le detuvo. Abrió los ojos.
-¡No!.... ¡No!.
Su corazón aceleró el ritmo cardíaco... 100, 115, ¡130 pulsaciones!.
Su cuerpo tembló. La mirada de aquel ser traspasó su alma. Su brazo, duro, gélido, inmovilizó el movimiento de la muñeca. No podía gritar. Su garganta había enmudecido de terror.
- ¿Crees acaso que tu muerte es la solución?, le preguntó aquella criatura. Cogió su puñal y cerrando sus manos lo redujo a cenizas.
Ante él, un ángel de piedra esperaba pacientemente su respuesta. Uno de aquellos ángeles que decoraban algunas de las tumbas que por allí se encontraban.
Edmundo tardó un par de minutos en contestar. El miedo bloqueaba su cerebro.
- Sin ella… no se vivir, respondió por fin
- Yo no quiero verte muerto, contestó una voz.
- ¡María!. ¡María!. ¿Dónde estás?.
- Estoy aquí, amor mío.
Una repentina brisa agitó las copas de los árboles de alrededor.
- ¡María!. Te escucho y sin embargo no puedo verte.
- Sí que puedes. No estoy muerta del todo.
- ¿Qué quieres decir?.
- Busca en tu interior, sabes que es verdad. Estoy a tu lado más que antes, amor mío. El oxígeno que consumes soy yo. El aire frío que sientes en las mañanas de invierno, soy yo. El agua que bebes, soy yo también. He vuelto a la tierra, cariño. Ésta es la verdadera resurrección.
- Pero…pero
- Cuando morís, continuó el ángel, os convertís en polvo, eso es cierto. Esas diminutas partículas se funden con la tierra y cobran mayor o menor fuerza dependiendo de cuanto hayáis amado.
- ¿Cómo?
- Por eso, la furia desatada de la naturaleza, no es ni más ni menos que el odio. El rencor y la soberbia de todos aquellos que no supieron o quisieron amar.
- La tierra es un planeta vivo, cariño.
- ¿Quieres decir, María, que cuando yo muera, dependiendo de lo que haya amado, puedo influir positiva o negativamente?
- Exacto Edmundo. Te pido, por favor, que sigas amando. Que no hagas lo que ibas a hacer. Porque yo sigo presente, bajo otra forma, pero presente, siempre a tu lado. Preserva y cuida, engrandece el amor que nos une. Cuando fallezcas, entonces, todo ese amor que has sentido, todo ese amor que has dado, se transformará en lluvia frente a la sequía, en oxígeno y luz para las plantas. En frutos que darán los campos.
- Compréndelo Edmundo, le dijo el ángel. Por cada persona que ame, la naturaleza seguirá su ciclo natural.
Pensativo. Meditabundo. Oyó cantar al ruiseñor fuera de los muros. Estaba escuchando la vida.
-¿Merece la pena?, preguntó a los árboles.
Al instante el cielo se ennegreció y despertó una formidable tormenta con brillantes relámpagos. Uno de ellos dio en una lápida contigua a donde ellos estaban. La partió en dos.
- Ahí tienes tu respuesta Edmundo. He aquí el lamento de aquellos que no lo hicieron. Ama, amigo mío. Ama y resucitarás de tu propio dolor. De tu propia muerte. Somos pura energía, acuérdate. Y esa energía no se destruye, sólo se transforma.
Edmundo miró hacia arriba por un momento. Cuando bajó la vista, el ángel había desaparecido. Miró alrededor. Nada. Fue corriendo hasta la tumba donde se encontraba su mujer. Se agachó. Tocó el nombre dorado escrito sobre el mármol y con las yemas de sus dedos trazó un Te amo. Cesaron los truenos. Seguiría viviendo, está bien. Porque ahora la sentiría a su lado, como siempre, tan cerca, como de costumbre.
Siguió sonriendo mientras un médico le inyectaba el tranquilizante. Ahora tenía una excusa para no volverse loco.

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Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo

KAMAWOOKIE

lunes, abril 25, 2005

· Rebuzna Roma (P)



Oooh La Canción del Burro Pandero
Rebuzna Roma
y las ilusiones perdidas son las ilusiones hozadas.
Los rebuznos de las campanas urbi et orbe
son la base de las virtudes.
El Gran Mono Contrahecho
rebuzna siempre
y beatifica sin ton ton ton
ni son son son
repicando las caireles:
mientras no se da todo
no se da nada.
El hombre es dichoso
porque sabe que es infeliz
está sodomizado por la g.de d.
y sabe que la felicidad como la fe
es mejor imaginarla.

(Un tal) ACULLÁ

domingo, abril 24, 2005

· Amor constante más allá de la muerte (P)

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevaré el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

Mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido:

Su cuerpo dejará no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrán sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado

FRANCISCO DE QUEVEDO
.

martes, abril 19, 2005

· El vampiro, Señor de la noche y de las sombras


Era un calabozo húmedo y frío, Lord Vinhelm sabía que en esa parte del castillo lo encontraría. Descendió uno a uno los peldaños de la derruida escalera de caracol que lo llevaría a la cripta secreta de la familia. Él era el único sobreviviente del grupo que atacó el castillo en la mañana. Sus compañeros habían muerto en la pelea con los guardias, los siervos de la bestia a la que venían a destruir.
Estaba solo.
El miedo recorrió todo su cuerpo. —¡Maldita sea!— exclamó. No había razón para temer, sabía dónde se ocultaba el monstruoso ser y lo destruiría, sólo era cuestión de llegar lo más rápido posible. Lord Vinhelm sacó el reloj de su bolsillo, lo consultó y suspiró; habían tardado mucho en la pelea y la bestia despertaría en poco tiempo.
Al bajar el último peldaño avanzó cautelosamente por el pasillo que lo llevaría a su presa. Abrió la bolsa que tenía a su costado y se colocó en el cuello una corona de ajos, tomó el martillo y la estaca preparándose para enfrentar a su destino, pero lo único que le daba seguridad era saber que el crucifijo de plata de su familia descansaba sobre su pecho.
La puerta de entrada a la cripta era vieja y tenía la cara de un dragón, el símbolo del amo. La empujó y entró.
Se extrañó de encontrar iluminada la estancia: una gran bóveda con candelabros colgando del techo, con cuadros que representaban a los antiguos nobles que habitaron el castillo, varias mesas llenas de pociones y libreros repletos de tomos antiguos de magia negra. Lord Vinhelm respiró con dificultad. En el otro extremo de la habitación vio una puerta, seguramente al otro lado dormía su enemigo.
El cuarto que estaba detrás de la puerta era húmedo y frío. Lord Vinhelm no veía nada, pero luego de un momento sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y vio a la bestia. Estaba despierto, elegantemente vestido y con una sonrisa burlona lo miraba fijamente.
—Has llegado más lejos de lo que creí.
—¡Tus días han llegado a su fin!— gritó Lord Vinhelm.
—En realidad, no sé cómo vas a lograrlo.
—Hundiré la estaca en tu pecho, luego cortaré tu cabeza y sacaré tu corazón para quemarlo.
—Excelente idea..., si me hubieras encontrado dormido.
El repulsivo ser se acercaba mirándolo fijamente, Lord Vinhelm retrocedió horrorizado. Todavía no se ponía el sol, ¿por qué estaba despierto?
—¿Sorprendido? No todos los de mi especie somos de hábitos nocturnos.
—Pero, los libros...— tartamudeó Lord Vinhelm.
—Cuentos para asustar a los niños, Vinhelm.
El martillo y la estaca resbalaron de sus manos temblorosas. Tomó de su pecho el crucifijo de plata de sus antepasados, su única arma contra la bestia. Lo extendió con firmeza ante él.
Vinhelm —dijo el vampiro con calma—, realmente es una pena que hayas recorrido tanto camino para saber que a un budista no le interesa tu dios cristiano y que además... me gusta el ajo.
Lord Vinhelm, el gran cazador, descubrió, demasiado tarde, que no conocía nada de la naturaleza del vampiro y que ahora él se había convertido en su presa.


El vampiro..., la bestia..., el que no debe ser nombrado..., el cazador. Un personaje enigmático y agradable al que todos adoramos, tememos y, finalmente, queremos destruir, ¿con una estaca?, ¿una daga de plata?, ¿un símbolo religioso? Sería muy engreído de nuestra parte exigirle al vampiro que comulgue con nuestra fe para destruirlo con un crucifijo. Finalmente, él tiene todo el derecho de ser budista, sintoísta, judío, musulmán o, simplemente, ateo.

RAMÓN LÓPEZ VALDEÑA

· Me Caigo Y Me Levanto


Nadie puede dudar de que las cosas recaen. Un señor se enferma, y de golpe un miércoles recae. Un lápiz en la mesa recae seguido. Las mujeres, como recaen. Teóricamente a nada o a nadie se le ocurría recaer pero lo mismo está sujeto, sobre todo porque recae sin conciencia, recae como si nunca antes. Un jazmín, para dar un ejemplo perfumado. A esa blancura, ¿de dónde le viene su penosa amistad con el amarillo? El mero permanecer ya es recaída: el jazmín, entonces. Y no hablamos de las palabras, esas recayentes deplorables, ni de los buñuelos fríos, que son la recaída clavada.

Contra lo que pasa se impone pacientemente la rehabilitación. En lo mas recaído hay siempre algo que pugna por rehabilitarse, en el hongo pisoteado, en el reloj sin cuerda, en los poemas de Pérez, en Pérez. Todo recayente tiene ya en si a un rehabilitante pero el problema, para nosotros los que pensamos nuestra vida, es confuso y casi infinito. Un caracol segrega y una nube aspira; seguramente recaerán, pero una compensación ajena a ellos los rehabilita, los hace treparse poco a poco a lo mejor de sí mismos antes de la recaída inevitable. Pero nosotros, tía, ¿cómo haremos, cómo nos daremos cuenta de que hemos recaído
si por la mañana estamos tan bien, tan café con leche, y no podemos medir hasta dónde hemos recaído en el sueño o en la ducha? Y si sospechamos lo recayente de nuestro estado, ¿cómo nos rehabilitaremos? Hay quienes recaen al llegar a la cima de una montaña, al terminar su obra maestra, al afeitarse sin un solo tajito; no toda recaída va de arriba a abajo, porque arriba y abajo no quieren decir gran cosa cuando ya no se sabe dónde se está. Probablemente Ícaro creía tocar el cielo cuando se hundió en el mar epónico, y Dios te libre de una zambullida tan mal preparada. Tía, ¿como nos rehabilitaremos?

Hay quien ha sostenido que la rehabilitación sólo es posible alterándose, pero olvidó que toda recaída es una desalteración, una vuelta al barro de la culpa. En efecto, somos lo más que somos porque nos alteramos, salimos del barro en busca de la felicidad y la conciencia y los pies limpios. Un recayente es entonces un desalterante, de donde se sigue que nadie se rehabilita sin alterarse. Pretender la rehabilitación alterándose
es una triste redundancia: nuestra condición es la recaída y la desalteración, y a mi me parece que un recayente debería rehabilitarse de otra manera, que por lo demás ignoro. No solamente ignoro eso sino que jamás he sabido en qué momento mi tía o yo recaemos. ¿Cómo rehabilitarnos, entonces, si a lo mejor no hemos recaído todavía y la rehabilitación nos encuentra ya rehabilitados? Tía, ¿no será ésa la respuesta, ahora que lo pienso?

Hagamos una cosa: usted se rehabilita y yo la observo. Varios días seguidos, digamos una rehabilitación continua, usted está todo el tiempo rehabilitándose y yo la observo. O al revés, si prefiere, pero a mi me gustaría que empezara usted, porque soy modesto y buen observador. De esa manera, si yo recaigo en los intervalos de mi rehabilitación, mientras que usted no le da tiempo a la recaída y se rehabilita
como en un cine continuado, al cabo de poco nuestra diferencia será enorme, usted estará tan por encima que dará gusto. Entonces, yo sabré que el sistema ha funcionado y empezaré a rehabilitarme furiosamente, pondré el despertador a las tres de la mañana, suspenderé mi vida conyugal y las demás recaídas que conozco para que sólo queden las que no conozco, y a lo mejor poco a poco un día estaremos otra
vez juntos, tía, y será tan hermoso decir: "Ahora nos vamos al centro y nos compramos un helado, el mío todo de frutilla y el de usted con chocolate y un bizcochito”.

JULIO CORTÁZAR

domingo, abril 17, 2005

· Dejemos las cosas claras...

Dejemos las cosas claras. En este país ruin e insolidario, y en lo que a mí se refiere, las banderitas e himnos nacionales, regionales y locales, los villancicos navideños, las salves marineras y rocieras, las jotas a la Pilarica o a San Apapucio, los pasos de Semana Santa y la ola en los estadios cuando juega la selección tal o la cual, se los pueden guardar algunos donde les alivien. Cuando políticos, generales, obispos, financieros y presidentes futboleros, entre otros, agitan desaforadamente trapos, crucifijos, folklore, camisetas o lo que sea, en vez de heroísmo, patrias, dignidades, espiritualidades, tradiciones y cosas así, lo que yo veo es a millones de infelices manipulados desde hace siglos por aquellos que diseñan las banderas y los símbolos, utilizándolos para llevarse al personal a la cama. Lo que no es incompatible –acabo de escribir una novela sobre eso– con la ternura y respeto que siento por los desgraciados que lucharon, sufrieron y palmaron por una fe, por un deber o porque no tenían más remedio. Pero entre quienes se benefician de ello, no veo distinción entre derechas, izquierdas, nacionalistas o mediopensionistas. En sus manos pecadoras, tan sucia es la bandera que agitan como la ausencia de la que niegan. Bicolor, tricolor, multicolor, technicolor o cinemascope. Lo mismo si la izan que si la descuartizan.

Extraído de: "Aquí no sirve ni muere nadie" (Patente de corso)

ARTURO PÉREZ-REVERTE El Semanal 16 de enero de 2005



martes, abril 12, 2005

· Hilos (P)

A tras horas pienso con hilos
que mueven el viento a baile
y encienden cenizas que a siglos
perecieron como animales,
y fundía la parca presencia
del movimiento en la estancia
recordándonos la esencia
de un beso sin importancia.

Gota a gota, en insitencia, las horas se carcomían unas a otras las uñas, repelían a sus hijos menudos y menudeaban como locas gritando y ansiando los compases más plenos de vestigios acarminados. Las esferas volaban como pizcas de agua en el ambiente, caducas como el otoño y las estrellas, y como bancos de peces marcaban el compás de una bonita sintonía, el tempo de una mariposa que desplega las alas por primera vez y el ritmo de un hilado encuentro.

Cosiendo las marañas con las respiraciones,
el vidrio a los chasquidos de los labios
y bebiendo de cuencos trovados a tientas.

Moliendo a nudo y tierra las fracciones
y el tiempo con el sueño a ambos lados
apoyando las espaldas en las piedras.

Y dejar que una ola que muere
nos descubra desde abajo
que a burbujas nos erice
piel que revive en las manos.

Soledad de a dos, que nos llega
y piensa estar con nosotros,
con el rostro detrás de una vela
y la mirada en el vaho de sus ojos.

Lleno de ella, desfallacerme y caerme del sueño en lo más intenso de su vientre, donde un tacto es de hielo y quema, donde un beso es de fuego y hiela. Volviendo a nacer hombre y hacerla desfallacer junto a mí, con cascadas de hielo y métricas que plantan caminos de fuego, por los que llegar a la cima del ansiado deseo, donde quedarnos totalmente desnudos, a la par de las nubes y con la luna a centímetros de nuestras pestañas.

Y dejar caer el ovillo, agarrando el hilo con los dedos...
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Hilos... -Quayle- HDS

sábado, abril 09, 2005

· La cancerbera del museo

. . .

Museo arqueológico de Madrid, a media mañana. Acabas de echarle un vistazo a la estupenda exposición sobre el faraón Tutmosis III y te dispones a dar una vuelta por las salas del museo. Delante de ti camina una pareja de jóvenes con buen aspecto: diecinueve o veinte años, barbita y gafas él, morena y guapa ella, con el catálogo de Tutmosis bajo el brazo. Hasta el más obtuso comprende que son estudiantes. Ya los viste antes, en la cámara funeraria y frente a las piezas expuestas. Salta a la vista que su visita no se debe a obligaciones académicas, sino a que les apetece estar allí. Se los ve muy interesados. A fin de cuentas, el catálogo que han comprado entre los dos –los viste compartir el gasto– vale 25 euros. Un esfuerzo. Para dos estudiantes jovencitos, una pasta.

Caminas detrás, observándolos. Lo de Tutmosis es gratuito, pero visitar el museo cuesta tres mortadelos. Uno y medio si eres estudiante. Los dos jóvenes se dirigen a la mesa de la taquilla, donde la funcionaria los recibe con inexplicable hosquedad. Es una individua cincuentona, pelo teñido de color caoba, ligeramente entrada en carnes. Su rostro poco agraciado se avinagra con una rancia mala leche. El chico saca un carnet universitario, de facultad, con su foto, y la chica un carnet de biblioteca, de facultad –que no lleva foto–, y su documento nacional de identidad. La taquillera apenas mira lo que exhibe la chica. «Eso no me vale», dice desabrida, con tono malhumorado, insultante. Los chicos se miran entre sí. «Disculpe –dice la chica con mucha corrección– pero he perdido el carnet de la facultad. Como verá, el nombre del carnet de la biblioteca corresponde con el de mi Deneí.» La taquillera la mira de arriba abajo, despectiva. Muy despectiva. Tal vez ello se deba, piensas, a que la chica es guapilla y educada. Por algún oscuro motivo, esa educación y la calma con la que habla parecen irritar a la taquillera. «¿Y cómo sé yo que eres estudiante?», pregunta, aviesa. La chica le muestra otra vez el carnet de la biblioteca. «Porque si se fija en el carnet –dice– verá que pone: Biblioteca de la Facultad de Geografía e Historia, y nunca me lo habrían dado si yo no estuviera matriculada allí.» La taquillera mira al chico de las gafas, que asiente con la cabeza. Mira el catálogo de Tutmosis que la chica lleva bajo el brazo. Comprueba, como lo has comprobado tú mismo y todo el que anda cerca, que los dos tienen un aspecto de estudiantes inequívoco. Comprueba de nuevo el carnet de facultad, el de la biblioteca, el de identidad. Y después, con una mueca antipática y triunfal, niega y casi escupe: «A mí eso no me vale».

Los chicos se la quedan mirando. Tú te la quedas mirando. Algún otro visitante se la queda mirando. La individua, además, no ha dicho que al museo no le vale. No. Ha dicho a mí no me vale. O sea, a ella. A la guardiana de la puerta del Saber, puesta allí por la superioridad para impedir que nadie indigno la franquee, y que ningún jovencito de los millones que a diario visitan el museo arqueológico de Madrid, en estos tiempos en que la juventud está ávida de cultura, se pase de listo. Con la funcionaria modelo habéis dado, chavales. Aquí estamos yo y mis ovarios. Cuidadín. Nadie entrará que no sea geómetra.

Entonces tú mismo, que estás allí cerca, te dispones a meter mano al bolsillo y decirle a la pájara aquella algo así como vale, no se preocupe, ahí tiene su puerco euro y medio de diferencia, yo lo pago. Deje a esos chicos en paz, estúpida. Aunque no tuvieran carnet de nada, qué diablos. Parece mentira que, en vez de facilitar las cosas y aplaudir que, en los tiempos que corren, dos jovencitos vengan por su cuenta al museo, y hasta hagan el esfuerzo económico de comprarse el catálogo, salga ahora una funcionaria rácana, maldita sea su sangre, a ponerles pegas con ese estilo bajuno y miserable, pagando con ellos sus frustraciones, su mala fe y su mala índole. Cuántas ilusiones de jóvenes como éstos no ahogará, cada día, la gente como usted con su dejadez, con su incompetencia, con su mala baba. Cacho perra. Estás a punto de decir todo eso, cuando la chica se encoge de hombros, pone tres euros sobre la mesa, y mira a la taquillera como si mirase lo que a veces uno pisa en la calle. «Gracias», dice al recibir el ticket, clavándole los ojos. Y luego, mientras la taquillera aparta la mirada, la chica le da la espalda y se va con su amigo, camino de las salas del museo. Como una señora.

ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal | 28 de noviembre de 2004

viernes, abril 08, 2005

· Isla Ignorada (P)

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Soy como esa isla que ignorada
Late acunada por árboles jugosos
-en el centro de un mar
que no me entiende,
rodeada de NADA,
sola solo-.
Hay aves en mi isla relucientes
Y pintadas por ángeles pintores,
Hay fieras que me miran dulcemente,
Y venenosas flores.
Hay arroyos poetas
Y voces interiores
De volcanes dormidos.

Quizá haya algún tesoro
Muy dentro de mi entraña.
¡Quién sabe si yo tengo
diamante en mi montaña,
o tan sólo un pequeño pedazo de carbón!
Los árboles del bosque de mi isla
Sois vosotros, mis versos.
¡Qué bien sonáis a veces
si el gran músico viento
os toca cuando viene del mar que me rodea

A esta isla que soy, si alguien llega,
Que se encuentre con algo es mi deseo
-manantiales de versos encendidos
y cascadas de paz es lo que tengo-.
Un nombre que me sube por el alma
Y no quiere que llore mis secretos;
Y soy tierra feliz -que tengo el arte
De ser dichosa y pobre al mismo tiempo-.
Para mí es un placer ser ignorada,
Isla ignorada del océano eterno.
En el centro del mundo sin un libro,
SÉ TODO, porque vino un misionero
Y me dejó una Cruz para la vida
-para la muerte me dejó un misterio-.

GLORIA FUERTES, Isla Ignorada, 1999

· La niña del pelo corto

Se diría que aquella singular trinchera no se la regalaba nadie, sino que la conquistaba palmo a palmo


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Además de los perros, me gustan los críos pequeños. Me refiero a los de cuatro, cinco años, o así. Apurando mucho, llego hasta los de siete u ocho. A partir de ahí empiezan a parecerse demasiado a los adultos en que tarde o temprano se convertirán. Deberíamos liquidarlos a esa edad, dice un amigo mío que no destaca por su filantropía. Herodes vio la jugada: habría que despacharlos cuando carecen de currículum y aún no son estúpidos, malvados o peligrosos. Antes de que se desgracien y nos desgracien a todos. Antes de que dejen de ser deliciosos animalitos para convertirse en basura y azote del mundo. Eso es lo que dice mi amigo, que es algo drástico. Yo no llego a ese extremo, pero denme tiempo. Es verdad que a veces me pregunto para qué crecerán. Para qué diablos crecemos.

El caso es que me gusta observar a los críos. Son fascinantes. Como los adultos somos imbéciles, creemos que funcionan sin ton ni son, en plan majareta; pero en realidad actúan y razonan según una lógica rigurosísima de la que sólo ellos poseen la clave. Son metódicos e implacables como un filósofo alemán. Cuando asistes a una discusión entre un niño pequeño y un adulto, al fin descubres, aterrado, que el más consecuente y lúcido siempre es el niño. A veces te miran con una fijeza tan extraordinaria, escrutándote los adentros, que terminas enrojeciendo, inseguro y confuso. Son jueces implacables y honrados; por eso resultan tan tiernos en sus afectos, tan crueles en sus combates, tan cabales en sus sanciones. Son lo que los adultos deberíamos ser un día, o siempre, y al cabo dejamos de ser y ya nunca somos.

Ayer me detuve ante la verja de un colegio infantil. El griterío se oía desde el otro lado de la calle. Era la hora del recreo, y correteaban por el patio los zagales, con sus babis los más pequeños y sus jerséis de pico los mayores. Estuve un rato viéndolos alborotar en corros, reír, pasarse la pelota. Siempre me fijo más en los niños que van por libre; los que juegan solos o vagan a su aire. Me quedo mirando al que camina marcando muy serio el paso militar, como si desfilara, al que desliza pensativo la mano por los barrotes de la reja, a la niña que habla sola mientras hace extraños gestos con las manos, al que corre emitiendo indescifrables sonidos con la boca, al que salta pisando el suelo como si aplastara cosas que sólo él puede ver, y me pregunto qué tendrán en ese momento en la cabeza, a qué ensueño mental, a qué pirueta de su imaginación prodigiosa corresponden aquellas actitudes exteriores que para nosotros, adultos razonables que encerramos en manicomios a quienes hacen eso mismo con unos cuantos años más, constituyen un misterio.

En aquel patio de recreo vi a la niña. Debía de tener cinco o seis años, llevaba el pelo muy corto y estaba sentada en un peldaño de la escalera con un libro ilustrado abierto sobre la falda. Leía con una concentración extraordinaria, ajena al griterío del patio, pasando las páginas enrocada en aquel rincón del mundo, en el refugio que el libro le proporcionaba. No leía con expresión plácida, sino obstinada; baja la cabeza, como si el esfuerzo de mantener a raya el bullicio circundante no fuera fácil. Se diría que aquella singular trinchera no se la regalaba nadie, sino que la conquistaba palmo a palmo, a golpe de voluntad. Enternecedoramente pequeña, sola y orgullosa, con su jersey de pico verde, su falda de cuadros escoceses y sus calcetines arrugados. Deliberadamente ajena a todo. Ella y su libro.

Fue entonces cuando levantó la vista y me vio al otro lado de la verja. Sonreí como un Hermano de la Costa le sonríe a otro, cómplice; pero la niña me miró suspicaz, sin devolver la sonrisa, y comprendí cómo ella realmente me veía: adulto, extraño, intruso, inoportuno. Aquella francotiradora diminuta, deduje, no necesitaba mi presencia, ni mi sonrisa de aliento; estaba lejos de mí y de todos nosotros, en el mundo creado por las páginas de aquel libro y por sus particulares ensueños. Construía un espacio propio, íntimo, en el que mi sonrisa y yo estábamos de más. Así lo demostró bajando de nuevo la vista, ignorándome con el resto del universo hostil que ese libro mantenía a raya página tras página. Y mientras me apartaba con sigiloso respeto de la verja, pensé: Herodes se equivocó. Quizá ella se salve un día. Tal vez esa niña solitaria y tenaz nos haga mejores de lo que somos.

ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal | 3 de abril de 2005

jueves, abril 07, 2005

* La guerrera del arco iris *

.
Conozco a una niña, o jovencita, de doce años, muy sensibilizada con la cosa ecológica. Aire libre, deporte, piel morena, piernas largas: muy prometedora en todos los sentidos. Lee mucho, ve buenas películas en el cine y en la tele, y poco a poco ha adquirido la convicción de que el planeta ya no sólo nunca volverá a ser azul sino que se está yendo a tomar por saco a toda prisa y de muy mala manera. Eso la pone en pie de guerra, y dice que los mayores estamos haciendo con la naturaleza lo que esos tutores malvados de las novelas de Dickens: gastarse la herencia del huerfanito. Así que mi joven amiga, relampagueando en sus hermosos ojos oscuros la cólera de Dios, pone el grito en el cielo cada vez que asiste a nuestros desmanes de adultos.

Es inteligente, dulce y pacífica. Tímida, a veces. Pero la he visto saltar con la decisión de un kamikaze, indignada y valerosa, cuando alguien maltrata a un animal delante de ella. No hay chucho callejero, gato sarnoso, urraca ladrona, molesta lagartija o bestezuela indeterminada para la que no tenga una caricia, una palabra de ternura, un pensamiento. Ya con sólo cuatro años, ante un enorme mastín al que nadie se atrevía a acercarse, fue hasta él con absoluta naturalidad y le metió el brazo en la boca, hasta el codo, dándole besos, y el pobre animal tuvo que quedarse allí mirándola, avergonzado, sin saber qué hacer, con cara de panoli, con su reputación de perro adusto y feroz completamente por los suelos. Y la única vez en su vida que la han visto permanecer inmóvil ante la pantalla de un televisor durante una corrida de toros fue el año pasado, en los últimos tres minutos de la inmensa faena de Enrique Ponce en la plaza de Quito, porque su abuelo le dijo que acababan de indultar al toro.

En cuanto a los abrigos de pieles y ese tipo de cosas, su desprecio por las usuarias raya en lo homicida. Daría su propia vida por un bebé foca. Y sobre las ballenas, para qué les voy a contar. Lee mucho, desde Stevenson a London, pasando por Salgan, Dumas, Marryat o Ballantyne, pero sus padres nunca imaginaron que fuera capaz de calzarse la versión completa de Moby Dick, como hizo a finales del año pasado, y además manifestándose todo el tiempo contra el capitán Achab y los tripulantes del Pequod -ante cuyo naufragio y óbito colectivo no pestañeó- y en favor del blanco y resabiado cetáceo. Que no asesina, matizó, sino que se defiende.

Podría contarles más cosas, pero no me caben. Resumiremos diciendo que cada planta, árbol o maceta que se seca, es para ella una batalla perdida; que la contaminación de las playas la pone furiosa; que se recicla sus sobres y papel de cartas con un raro artilugio de la señorita Pepis y luego lo pone a secar por toda la casa; que se niega a usar ropa de etiquetas famosas y pide que sean marca La Pava; y que los chicos de su cole -Séptimo de EGB- se enamoran de ella como becerros porque es al mismo tiempo dura y tierna, y lo tiene todo muy claro. Es mucha persona.

Pero lucha sola, precoz y a su manera, en un mundo donde la solidaridad resulta escasa, y necesaria. Así que un día, hace poco, sus padres le sugirieron que se pusiera en contacto con una organización ecologista, como por ejemplo su admirada Greenpace, a fin de que aprendiese más cosas, que ensanchara el horizonte en contacto con otra gente que sigue el mismo camino y tiene más experiencia. Acogió con entusiasmo la propuesta, y escribió una larga, hermosa y lúcida carta llena de ilusión, ofreciéndose para cualquier cosa, pidiendo consejo, información sobre aquello en lo que podía ser útil. Durante un mes acechó cada día el correo. Y por fin llegó la respuesta: un sobre con impresos para la domiciliación bancaria de una cuota anual entre 5.000 y 10.000 pesetas, y otro impreso pidiéndole que buscara más socios entre sus amigos. Nada más. Ni siquiera una explicación, una carta personal, o una palabra de aliento.

Las reflexiones morales y económicas del asunto, sobre cómo un genuino movimiento de resistencia ecologista puede degenerar en frío mecanismo burocrático a la búsqueda de pasta, incapaz de calibrar los sentimientos y la ilusión de una admiradora de doce años, las dejo para cada cual. Me cuentan que el padre de la jovencita ha escrito una breve carta a Greenpeace, sugiriéndoles lo que pueden hacer con el boletín de suscripción, una vez lo hayan enrollado bien hasta convertirlo en un canuto de dimensiones apropiadas. En cuanto a la pequeña guerrera del arco iris, según mis noticias, sigue luchando sola. No se rinde, pero acaba de aprender una lección: más vale solo que mal acompañado.

Arturo Pérez-Reverte

El Semanal

04 de febrero de 1996