martes, agosto 30, 2005

· Ojalá (c)

Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan,
para que no las puedas convertir en cristal.
Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo.

Ojalá que la luna pueda salir sin ti.
Ojalá que la tierra no te bese los pasos.
Ojalá se te acabe la mirada constante,
la palabra precisa, la sonrisa perfecta.

Ojalá pase algo que te borre de pronto,
una luz cegadora, un disparo de nieve.
Ojalá por lo menos que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre.

En todos los segundos, en todas las visiones.
Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones.
Ojalá que la aurora, no dé gritos que caigan en mi espalda.
Ojalá que tu nombre, se le olvide a esa voz.

Ojalá las paredes no retengan tu ruido de camino cansado.
Ojalá que el deseo se vaya tras de ti,
a tu viejo gobierno de difuntos y flores.

Ojalá se te acabe la mirada constante,
la palabra precisa, la sonrisa perfecta.
Ojalá pase algo que te borre de pronto,
una luz cegadora, un disparo de nieve.

Ojalá por lo menos que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre
En todos los segundos, en todas las visiones.
Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones.

SILVIO RODRÍGUEZ




miércoles, agosto 24, 2005

· No perdamos el tiempo (P)


Si el mar es infinito y tiene redes,
si su música sale de la ola,
si el alba es roja y el ocaso verde,
si la selva es lujuria y la luna caricia,
si la rosa se abre y perfuma la casa,
si la niña se ríe y perfuma la vida,
si el amor va y me besa y me deja temblando
¿Qué importancia tiene todo eso,
mientras haya en mi barrio una mesa sin patas,
un niño sin zapatos o un contable tosiendo,
un banquete de cáscaras,
un concierto de perros,
una ópera de sarna?
Debemos inquietarnos por curar las simientes,
por vendar corazones y escribir el poema
que a todos nos contagie.
Y crear esa frase que abrace todo el mundo;
los poetas debiéramos arrancar las espadas,
inventar más colores y escribir padrenuestros.
Ir dejando las risas en la boca del túnel
y no decir lo íntimo, sino cantar al corro;
no cantar a la luna, no cantar a la novia,
no escribir unas décimas, no fabricar sonetos.
Debemos, pues sabemos, gritar al poderoso,
gritar eso que digo, que hay bastantes viviendo
debajo de las latas con lo puesto y aullando
y madres que a sus hijos no peinan a diario,
y padres que madrugan y no van al teatro.
Adornar al humilde poniéndole en el hombro nuestro verso;
cantar al que no canta y ayudarle es lo sano.
Asediar usurcros y con rara paciencia convencerles sin asco.
Trillar en la labranza, bajar a alguna mina;
ser buzo una semana, visitar los asilos,
las cárceles, las ruinas; jugar con los párvulos,
danzar en las leproserías
Poetas, no perdamos el tiempo, trabajemos,
que al corazón le llega poca sangre.

GLORIA FUERTES

martes, agosto 23, 2005

· Los ojos verdes

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este
título.
Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes
en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé
si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales
ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se
resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano.
De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para
hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que
pintaré algún día.











I
-Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la
sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han
flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros
acaban... en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero. ¡por
San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los
perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los
corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la
fuente de los álamos; y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas,
el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con
nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto
que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el
más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las
carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como
una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los
matorrales de una trocha que conducía a la fuente.
-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-; estaba de Dios que
había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles
dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta,
Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se
pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué
haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi
mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el
fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines
de lobos?
-Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Y por qué?
-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los
Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El
que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá
salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza
alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero
reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa,
pieza perdida.
-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero
perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese
ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de
cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí...
las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o
te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la
fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!,
¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!, si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes
de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán.
Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza;
después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían
inmóviles y consternados.
El montero exclamó al final:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies
de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no
sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante,
que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

II
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede?
Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente
de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha
encanijado con sus hechizos.
Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de
vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os
persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la
espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche
oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera
los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más
os quieren?
Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto en sus ideas, sacaba
maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al
resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su
servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo,
que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes
excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has
encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en
hito.
-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña...
Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en
mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás
a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para
mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto
al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste,
después de coordinar sus ideas prosiguió así:
-Desde el día en que a pesar de tus funestas predicciones llegué a la
fuente de los Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra
superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una
peña, y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de
las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al
desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un
instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando, con un ruido
semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por
entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se
oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y
corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el
lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares,
yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado sólo y febril
sobre el peñasco, a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para
estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento
de la tarde.
Todo es allí grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive
en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las
plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del
agua, parecen que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que
reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.
Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al
monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no;
iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una
locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar
en su fondo una cosa extraña... muy extraña...; los ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez
una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices
parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía;
una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de
encontrar una persona con unos ojos como aquellos.
En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es
verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde
encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta
las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación.
Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y
entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto... sí;
porque los ojos de aquella mujer eran los que yo tenía clavados en la mente;
unos ojos de un color imposible; unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e
incorporándose de un salto en su asiento.
Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que
iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres,
al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu,
trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color.
Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente de los
Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito
de haber encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por
las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un
servidor que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo
el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que
puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola
mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que
temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla,
mientras exclamó con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del cielo!

III
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un
día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los
servidores que conducen tu litera. Rompe una vez el misterioso velo en que te
envuelves como en una noche, profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré
tuyo, tuyo siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a
grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la
niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a
envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a
desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba
temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa
amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno
de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo,
como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas
rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para
pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil,
doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los
juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza-;
¿querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo
quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus
pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y
fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebató de
amor:
-Si lo fueses... te amaría... te amaría, como te amo ahora, como es mi
destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una
música-: yo te amo más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un
mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la
tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo
vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente,
hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa
turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como a un mortal
superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de
comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su
fantástica hermosura, atraído como por una fuente desconocida, se
aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes
prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y
verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de
esmeraldas y corales... y yo... yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad
que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie... Ven,
la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino... las
ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los
álamos sus himnos de amor; ven... ven...
La noche comenzaba a extender sus sombras, la luna rielaba en la
superficie del lago, la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes
brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las
aguas infectas... Ven... ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de
Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa le llamaba al borde del
abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un beso...
Fernando dio un paso hacia ella... otro... y sintió unos brazos delgados y
flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios
ardorosos, un beso de nieve... y vaciló... y perdió pie, y calló al agua con un
rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y
sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en
las orillas.


Leyendas - GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

viernes, agosto 12, 2005

· El perro cojo

Con la pata coja colgando, despojo de una pedrada, pasó el perro por mi lado.

Un perro de pobre casta, uno de esos, callejero, pobre de sangre y de estampa, que nacen en los rincones de perras tristes y flacas, condenados a comer basura de plaza en plaza, que de pequeños, por lo fino y ágil de la infancia, baloncitos de peluche, tibios bolones de nácar los acurrucan, los miman, los sacan al sol, les cantan... de mayores, conque ya se les fue la gracia, los dejan a su ventura, mendigos de casa en casa sus hambres por los rincones y su sed sobre las charcas...

¡Y qué tristes ojos tienen! , ¡Qué recóndita mirada!, como si en ella pusieran su dolor a media asta... y se mueren, de tristeza, a la sombra de una tapia si es que un lazo no les da una muerte anticipada.

Yo lo llamo: - ven, no te hago nada- todo hociquito curioso, toda sed, hambre, nostalgia.

El perro escucha mi voz, olfatea mis palabras, como esperando o temiendo, pan, caricias o pedradas, no en vano lleva marcado un mal recuerdo en la pata.

Lo llamo otra vez: - ven aquí, no te hago nada -, dócil a medias, avanza, moviendo el rabo con miedo y las orejitas gachas... - ven aquí, no te hago nada- eso es... ¡adiós a la desconfianza!, que ya se tiende a mis pies, a tiernos aullidos habla,

Ladra, para hablar más fuerte, salta, gira, gira, salta, canta, ríen, ríen cantan, lengua, orejas, ojos, patas y el rabo es un incansable abanico de palabras... -¿ que piedra te dejó cojo?, ¡malhaya, malhaya!... el perro me entiende, sabe que maldigo la pedrada, esa pedrada dura que le destrozó la pata y con el rabo me está agradeciendo la lástima.

-No te preocupes, que no ha de faltarte nada, yo también soy callejero, diente de distintas plazas y a patita coja voy, de jornada en jornada, las piedras que me tiraron, me dejaron coja el alma... vamos pues perrito, ¡anda que te anda!, tú por tus calles oscuras, yo, por las mías calladas, tú la pedrada en el cuerpo, yo, en el alma... y si te mueres, yo te enterraré en mi casa, bajo un letrero que diga: - aquí yace, un amigo de mi infancia- y en el cielo de los perros, pan tierno y carne mechada, te regalará San Roque, una muleta de plata-... Compañero, si los hay, amigo, dónde los haya, mi perro y yo por el mundo, pan pobre, rica compañía.

Era joven y era viejo, por más que yo lo cuidaba, el tiempo malo pasado lo fue dejando sin alma, fueron muchas hambres juntas, mucho peso para sus tres patas.

Una mañana, en el huerto, debajo de mi ventana, lo encontré, tendido, frío, como una piedra mojada, como duro musgo el pelo con el rocío brillaba, ya estaba mi pobre perro muerto de las cuatro patas y hacia el cielo de los perros, se fue, anda que te anda, las orejas de relente y el hociquito de escarcha... Portero y dueño del cielo, San Roque en la puerta estaba, ortopédico de mimos, cirujano de palabras, bien surtido de recambios con que curar viejas taras: -para ti tu rabo de oro, a ti tu ojo de ámbar, a ti las orejitas de nieve, tú, tu colmillo de nácar, tú... y mi perro le reía, tú, tu muleta de plata... Ahora sé, por que está la noche agujereada, luceros, estrellas, no, no, es mi perro que cuando anda, con la muleta va haciendo, agujeritos de plata...


MANUEL BENÍTEZ CARRASCO (GRANADA)