jueves, agosto 12, 2010

· Oda al gato

Los animales fueron
imperfectos,
largos de cola, tristes
de cabeza.
Poco a poco se fueron
componiendo,
haciéndose paisaje,
adquiriendo lunares, gracia, vuelo.
El gato,
sólo el gato
apareció completo
y orgulloso:
nació completamente terminado,
camina solo y sabe lo que quiere.



El hombre quiere ser pescado y pájaro,
la serpiente quisiera tener alas,
el perro es un león desorientado,
el ingeniero quiere ser poeta,
la mosca estudia para golondrina,
el poeta trata de imitar la mosca,
pero el gato
quiere ser sólo gato
y todo gato es gato
desde bigote a cola,
desde presentimiento a rata viva,
desde la noche hasta sus ojos de oro.


No hay unidad
como él,
no tienen
la luna ni la flor
tal contextura:
es una sola cosa
como el sol o el topacio,
y la elástica línea en su contorno
firme y sutil es como
la línea de la proa de una nave.
Sus ojos amarillos
dejaron una sola
ranura
para echar las monedas de la noche.







Oh pequeño
emperador sin orbe,
conquistador sin patria,
mínimo tigre de salón, nupcial
sultán del cielo
de las tejas eróticas,
el viento del amor
en la intemperie
reclamas
cuando pasas
y posas
cuatro pies delicados
en el suelo,
oliendo,
desconfiando
de todo lo terrestre,
porque todo
es inmundo
para el inmaculado pie del gato.

Oh fiera independiente
de la casa, arrogante
vestigio de la noche,
perezoso, gimnástico
y ajeno,
profundísimo gato,
policía secreta
de las habitaciones,
insignia
de un
desaparecido terciopelo,
seguramente no hay
enigma
en tu manera,
tal vez no eres misterio,
todo el mundo te sabe y perteneces
al habitante menos misterioso,
tal vez todos lo creen,
todos se creen dueños,
propietarios, tíos
de gatos, compañeros,
colegas,
discípulos o amigos
de su gato.

Yo no.
Yo no suscribo.
Yo no conozco al gato.
Todo lo sé, la vida y su archipiélago,
el mar y la ciudad incalculable,
la botánica,
el gineceo con sus extravíos,
el por y el menos de la matemática,
los embudos volcánicos del mundo,
la cáscara irreal del cocodrilo,
la bondad ignorada del bombero,
el atavismo azul del sacerdote,
pero no puedo descifrar un gato.
Mi razón resbaló en su indiferencia,
sus ojos tienen números de oro.

PABLO NERUDA

viernes, marzo 05, 2010

· Poema Nº 1

No sé, me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! –y en esto soy irreductible-, no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue –y no otra- la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado?
¡Maria Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres.
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. “¡María Luisa! ¡María Luisa!”… y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera…, aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes… la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.



El libro Espantapájaros (1932) OLIVERIO GIRONDO

martes, enero 19, 2010

· Sefarad (N)

   A veces, en el curso de un viaje, se escuchan y se cuentan historias de viajes. Parece que al partir el recuerdo de viajes anteriores se vuelve más vivo, y también que uno escucha y agradece más las historias que le cuentan, paréntesis de valiosas palabras en el interior del otro paréntesis temporal del viaje. Quien viaja puede permanecer en un silencio que será misterioso para los desconocidos que se fijen en él o ceder sin peligro a la tentación de conversar y de volverse embustero, de mejorar un episodio de su vida al contárselo a alguien a quien no verá nunca más. No creo que sea verdad eso que dicen, que al viajar uno pueda convertirse en otro: lo que sucede es que uno se aligera de sí mismo, de sus obligaciones y de su pasado, igual que reduce todo lo que posee a las pocas cosas necesarias para su equipaje. La parte más onerosa de nuestra personalidad se sostiene sobre los que otros saben o piensan sobre nosotros. Nos miran y sabemos que saben, y en silencio nos fuerzan a ser lo que esperan que seamos, a actuar en cumplimiento de ciertos hábitos nuestros que nuestros actos anteriores han establecido, o de sospechas que nosotros no tenemos consciencia de haber despertado. Nos miran y no sabemos a quién pueden estar viendo en nosotros. Para quien se encuentra contigo en el tren de un país extranjero no eres más que un desconocido que sólo existe circunscrito al presente. Una mujer y un hombre se miran con una punzada de intriga y deseo al acomodarse el uno frente al otro en un tren: en ese momento están tan despojados de nombre como Adán y Eva al mirarse por primera vez en el Edén. Un hombre flaco y serio, de pelo corto y muy negro, de ojos grandes y oscuros, sube al tren en la estación de Praga y tal vez procura no cruzar su mirada con la de los otros pasajeros que van entrando en el mismo vagón, algunos de los cuales lo examina con recelo y decide que debe de ser judío. Tiene las manos largas y pálidas, lee un libro o se queda ausente mirando por la ventanilla, de vez en cuando sufre un golpe de tos seca y se cubre la boca con un pañuelo blanco que desliza luego casi furtivamente en un bolsillo. Cuando el tren se acerca a la frontera recién inventada entre Checoslovaquia y Austria el hombre guarda el libro y busca con cierto nerviosismo sus documentos, y al llegar a la estación de Gmünd se asoma enseguida al andén, como esperando ver a alguien en la solitaria oscuridad de esa hora de la noche.

   Nadie sabe quién es. Si viajas solo en un tren o caminas por una calle de una ciudad en la que nadie te conoce no eres nadie: nadie puede averiguar tu angustia, ni el motivo de tu nerviosismo mientras aguardas en el café de la estación, aunque tal vez sí el nombre de tu enfermedad, cuando observan tu palidez y escuchan el ruido de tus bronquios, cuando advierten el disimulo con que vuelves a guardar el pañuelo con el que te has tapado la boca. Pero al viajar siento que no peso, que me vuelvo invisible, que no soy nadie y puedo ser cualquiera, y esa ligereza de espíritu se trasluce en los movimientos de mi cuerpo, y voy más rápido, más desenvuelto, sin la pesadumbre de todo lo que soy, con los ojos abiertos a las incitaciones de una ciudad o de un paisaje, de una lengua que disfruto comprendiendo y hablando, ahora más hermosa porque no es la mía. Habla Montaigne de un presuntuoso que ha vuelto de un viaje sin aprender nada: cómo iba a aprender, dice, si se llevó entero consigo.

   Pero no necesito ir muy lejos para que me suceda esa transformación. A veces, en cuanto salgo de casa y doblo la primera esquina o bajo los escalones del metro, dejo atrás lo que soy, y me aturde y me excita el gran espacio en blanco en el que se convierte mi vida, sobre el que parece que van a imprimirse con más brillo y más nitidez las sensaciones, los lugares, las caras de la gente, las historias que escuche.













Copenhague, Sefarad, ANTONIO MUÑOZ MOLINA